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DAVID COPPERFIELD.

- Toma ! De vuestra niñera... ¿Dónde diablos andará? Se trata de ese pobre Barkis, que creo que se muere. Alli he visto, querido amigo, á un bolánico ó cirujano que ayudó á venir al mundo i vuestra señoria, y, despues de una profunda di- sertacion, concluyó diciendo que el honrado tarta- nero estaba en vispera de emprender su último viaje. Ah! ya recuerdo; la carta está en el bolsi- llo de mi gahan; buscadla vos mismo... La ha- llais?

- Si.

En efecto, cra una carla de Peggoty, menos le- gible que de costumbre, muy lacónica y anuncián- dome el estado desesperado de su marido.

Mientras que la descifraba, Steerforth continuó cenando.

- Steerforth, le dije, creo que iré á Yarmouth i ver å mi niñera. No quiero decir que le sea de gran utilidad, pero me es tan adicta, que mi visita le alegrari : será un consuclo para ella, y es lo menos que puedo hacer, para pagar su afeccion. ¿No hariais lo mismo que yo en mi lugar?

Quedóse pensativo y reflexionó algunos momen- tos antes de responderme.

- Si, id, no veo ningun mal.

- Una vez que llegais de Yarmouth, creo inútil deciros que me acompañeis.

- Me es completamente imposible; esta misma noche me marcho á Highgate. llace tiempo que no he visto á mi madre, y me lo reprocha mi concien- cia; pues no siempre se halla una madre que ame i un hijo pródigo como ella me quierc á mi. ¿ Par- tireis mañana por la mañana?

- Si, amigo mio.

- Pues bien, deteneos aun un dia. Venia á su- plicaros que pasaseis algunos dias con nosotros: héme aqui, y precisamente os escapais á Yar- mouth.

- Vos hablais asi, euando siempre estais dis- puesto á emprender alguna expedicion.

Quedóse parado un momento antes de responder.

- Vaya, David, retardad vuestro viaje veinte y cuatro horas, y pasad con nosotros el dia de maña- na. ¿Quién sabe cuando volveremos i vernos? Va- mos, concededme este dia. Necesito de vos para no hallarme á solas con Rosa Dartle.

- ¿Os demostrariais demasiado amor, si no me hallase yo delante?

- Si, amor y odio, dijo Steerforth riendo; y lanto insistió que accedi á ello.

Púsose su gaban, encendió un cigarro y partió con la intencion de ir á pié hasta Highgate. Púse- me tambien mi gaban y le acompañé hasta la últi- ma casa de Lóndres; pero sin encender cigarro, pues desde aquella vez memorable ya no queria volver á fumar.

A la mañana siguiente, en el momento en que me vestia, recibi la siguiente carta de Mr. Micaw- ber:

« Señor, (pues no me atrevo á decir mi querido amigo Copperfield):

« El que abajo suscribe se esforzó ayer en oculta- ros su calamilosa posicion; pero la esperanza se ha evaporado en el horizonte. El plazo fatal habia ya llegado, como lo prueba un inventario de em- bargo, en el que se hallan desgraciadamente com- prometidos los muebles de Mr. Tomás Traddles, esq., miembro de la distinguida sociedad de Inner- Temple.

« ¡Si faltase una gota de hiel å la copa del que suscribe, la hallaria en el hecho de haber endosado el susodicho Tomás Traddles, por complacencia, una libranza de veinte y tres libras, cuatro sueldos y nueve chelines, cuya cantidad falta!

« Despues de un cúmulo semejante de fatales circunstancias, no es preciso añadir que las cenizas y el polvo de la humillacion se han levantado para siempre

« Sobre

« la

« cabeza

« del

« que

« suscribe,

WILKINS MICAWBER. »

¡Pobre Traddles! á pesar de la trágica conclu- sion de esta carta, conocia demasiado á Mr. Micaw- ber para no saber que aquella cabeza humillada se alzaria bien pronto, á pesar de las cenizas y el polvo que la culbrian; pero, ¿qué seria de mi pobre condiscipulo, y, con él, de aquella de las diez hijas del vicario, que (frase de triste augurio) le que- ria lo bastante para esperarle hasta los sesenta años!