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DAVID COPPERFIELD.

de este alojamiento mi residencia de soltero, hasta que vos me despidais.

Semejante proposicion me llenó de júbilo.

- Si esperais á que os despida, ya podeis espe- rar largo tiempo. Entretanto voy á daros de almor- zar. Voy á llamar á mistress Crupp que nos hará una taza de café, y haré que preparen alguna lon- cha de jamon en un horno á la holandesa que tengo en casa.

- No, no, no llameis. No puedo aceptar : voy á almorzar con uno de mis amigos que habita la fonda de la Piazza, en Covent-Garden.

- Al menos vendreis á comer conmigo.

- Palabra de honor que no puedo. Qué mas querria yo, si no me viese obligado á comer con dos de la universidad de Oxford, para donde debe- mos salir mañana por la mañana los tres juntos.

- Pues bien, traed á los dos. ¿Creereis que aceptarán nuestro convite?

- ¡Oh! vendrian con sumo gusto, dijo Steer- forth, pero pensad qué trastorno para vos! Mejor seria que vinieseis con nosotros á la fonda.

No quise absolutamente consentir en esta propo- sicion, porque creia que el alojamiento necesitaba una inauguracion y no podia hallar una ocasion mas á propósito. Mi vanidad se veia interesada en mostrar todos los recursos de mi casa. Asi obligué á Steerforth que me prometiese, en nombre de sus amigos, que vendrian los tres á las seis en punto.

Asi que partió Steerforth, llamé á mistress Crupp y la participé mi resolucion temeraria. Mis- tress Crupp empezó por decir que no podia ocu- parse de lodo el servicio sola; pero conocia á un jóven inteligente que esperaba viniese á ayudarla, y que se contentaria con einco chelines, y con lo que yo quisiera darle ademas.

Acepté la proposicion, y entonces mistress Crupp manifestó que no podia estar á la vez en dos pun- tos, cosa que me pareció sumamente lógica; asi pues, seria indispensable instalar en la despensa una jóven para que lavase la vajilla.

- Creo que no os arruinareis dándola un che- lin, me dijo.

- Ciertamente que no, le respondi.

Una vez que quedó debatido este punto, mistress Crupp, añadió :

- ¡Ahora ocupémonos de la comida!

Preciso es confesar que el quincallero que habia instalado los hornillos de mistress Crupp no tuvo toda la prevision necesaria : lo unico que podia hacerse en ellos, eran chuletas y purée de pa- tatas.

- En cuanto al pescado, todo lo que puedo de- ciros, notó mistress Crupp criticando discretamen- te su aparato culinario, es que vengais á verlo por vos mismo.

- Nos pasaremos sin peseado, le dije; pero ella replicó :

- No digais eso; podemos tener ostras.

- Vaya por las ostras, respondi.

- Permitidme que os recomiende un par de pollos asados... de casa del pastelero; un plato de carne con legumbres... de casa del pastelero; dos ligeros entremeses, por ejemplo, un vol-au-vent y riñones en salsa... de casa del pastelero; una torta, y si quereis una jalea de naranjas... de casa del pastelero.

Estos platos auxiliares, segun mistress Crupp, le permitian concentrar toda su inteligencia en las pa- tatas, y de ese modo podria servir convenientemen- te una ensalada de apio con queso.

Acepté la lista de mistress Crupp y yo mismo encargué todos los platos en casa del pastelero. Desde alli, siguiendo el Strand, observé en el esca- parate de un fondista tierta sustancia solida y elis-. tica, que segun decia su rótulo era una gelatina de sopa de tortuga. Entré y compré una cantidad que, despues tuve motivos para creerlo, hubiera bastado para quince personas.

Despues de mil dimes y diretes, mistress Crupp consintió en derretir al fuego aquella sopa de go- losos; pero, bajo su forma liquida, hallamos que habia mermado y convertidose en una dósis muy justa para cuatro personas.

No me olvidé de ir á buscar un buen postre al mercado de Covent-Garden, y, en los alrededores de la plaza hice un buen pedido en una tienda de vinos al por menor. Al entrar, antes que mis convi- dados, ví las botellas formadas en batallones en el suelo de la despensa, y aunque faltaban dos (lo cual desoló muchisimo á mistress Crupp), me hor- roricé al pensar que podriamos agotar aquel arse- nal de liquidas municiones.

Uno de los amigos de Steerforth, se llamaba Grainger, y Markham el otro. Eran dos alegres compañeros; el primero de mas edad que mi ami- go: el otro menor. Me felicitaron accrca de mi ins- talacion, y Steerforth, habiendo preguntado á Mar- kham si se sentia con apetito, el interpelado, que,