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DAVID COPPERFIELD.

Aquel dulce cordero, llamado Mr. Spenlow, hu- biera abierto á todos su corazon y su mano, sin aquel demonio tentador llamado Mr. Jorkins.

Al aumentar en años y experiencia, creo haber conocido otras causas fundadas en el principio que servia de base á la sociedad de Spenlow y Jorkins.

Quedó convenido que empezaria el mes de en- sayo cuando me pareciese.

Mi tia no tenia necesidad ni de permanecer en Londres ni de volver para firmar el contrato de nuestro convenio, supuesto que podia remitirse á Douvres para la firma.

Una vez de acuerdo respecto á este punto, Mr. Spenlow ofreció hacerme visitar aquellos sitios, á fin de mostrarme su aspecto exterior. Tal impa- ciencia tenia por conocerlos, que acepté, y dejamos á mi tia, que dijo no queria aventurarse por nada de este mundo en semejante escursion : se me ligura que miss Betsey miraba todos los tribunales de justicia como una especie de polvorin ó manu- factura de pólvora, que podia saltar en el momen- to menos pensado.

Mr. Spenlow me condujo á través de un patio empedrado, formado por casas de ladrillo, y al ver grabados encima de las pnertas los nombres de los doctores, colegi que aquella debia ser la man- sion oficial de los sabios legistas y abogados de que me habia hablado Steerforth. A mano izquierda una ancha sala bastante sombria se me figuró que se parecia á una capilla; la extremidad superior de aquella sala estaba separadla de lo demas por una valla, y alli, sobre una plataforma semi-circu- lar, se instalaban en cómodos sillones de antiguo estilo varios señores con togas encarnadas y pelu- cas blancas, que eran los doctores de que ya he- mos hablado. Entre ellos, y en el centro, distinguí un señor ya anciano, con los codos apoyados en un pupitre : á mi me pareció un mochuelo metido en una jaula; pero real y efectivamente no era mas que el presidente. Mas allá, completamente debajo de los doctores, á nivel del suelo, alrededor de una gran mesa con tapete verde, vi varios personajes de la clase de Mr. Spenlow: vestidos como él con toga de pieles y corbata almidonada, tan almido- nada como ellos; al principio crei que su aire era altivo, pero bien pronto sali de mi error, pues dos ó tres de ellos, que se habian levantado á respon- der á una pregunta del presidente, lo hicieron con tal humildad, que no he visto nada parecido.

El público se veia representado por un chicuelo con una bufanda y un hombre de pésima catadura que comia las migas de pan que subrepticiamente se sacaba del bolsillo de una levita raida.

Este público, compuesto de dos personas, se ca- lentaba en la estufa que habia en el centro de la sala : la lánguida tranquilidad de aquella sala solo se veia turbada por el ruido que producia el fuego y por la voz de uno de los doctores, que hacia un viaje de descubrimientos por una biblioteca de piezas justificativas ó de testimonios judiciales, deteniéndose de tiempo en tiempo para aclarar su itinerario con algunas observaciones ó preguntas argumentativas.

Creo describir con bastante exactitud mi primera impresion al ver aquel antiguo tribunal de familia, olvidado con el tiempo, y cuya soñolienta fisono- mía me hizo pensar que no podria ingresarse en él, bajo cualquiera calidad que fuere, sin experi- mentar su influjo narcótico... á no figurar como litigante.

No tardé en cansarme de la apariencia tan tran- quila de aquel asilo, y manifesté á Mr. Spenlow el desco de ir á reunirme con mi tia.

Me marché casi inmediatamente con ella, y ex- perimenté un acceso de limidez nativa al atravesar el vestibulo de la oficina de Spenlow y Jorkins; se me figuró que los pasantes se burlaban de mi ex- tremada juventud y me señalaban unos á otros con las plumas.

Llegamos á Lincoln's-Inn-Fields sin aventura, excepto el encuentro de un borriquillo engan- chado á una carreta de un verdulero : al verlo mi tia recordó la escena del prado.

Una vez que llegamos al hotel, volvimos á tener una conversacion sobre mis planes para el porve- nir, y como sabia que miss Betsey tenia prisa por volver á Douvres, pues no podia tener una hora de completa felicidad en Lóndres, con los incen- dios, los comestibles envenenados y los ladrones, la supliqué que no se inquietase mas de mi, por- que yo solo podia gobernármelas perfectamente.

- Debeis suponer, me dijo, que no he pasado aqui seis dias sin pensar en acomodaros en alguna parte. En Adelphi hay una habitacion de alquiler que os convendrá perfectamente.

Y diciendo esto sacó de su bolsillo un anuncio cortado de la cuarta plana de un periódico, que daba aviso de una habitacion amueblada, que hacia poco se hallaba vacia en la calle de Buckingham de los Adelphi, que daba vista al rio y debia con-