qué asustarse : entrad en una tienda, y por mi parte me libraré de este hombre bien pronto.
- No, no, hijo mio, no le hableis, añadió mi tia... os lo suplico... os lo prohibo.
- Pero Dios mio, tia mia, es un mendigo como otros muchos.
- No sabeis quién es, dijo mi tia, no lo sabeis, y hablais sin saber lo que os decis.
Nos detuvimos en aquel momento en el dintel de una puerta, y tambien el hombre se detuvo.
- No le mireis, murmuró mi tia viéndome vol- ver la cabeza con indignacion, id á buscarme un coche y esperadme en el cementerio de San Pablo.
- ¿Esperaros? pregunté.
- Si, respondió mi tia, es preciso que vaya con él, sola con él.
- Con él, tia mia! con ese hombre!
- Estoy en mi sano juicio, replicó, es preciso... Procuradme un coche y dadme mi bolsillo.
Por asombrado que me quedase, comprendi que no tenia derecho de desobedecer á una órden tan perentoria...
Me apresuré á ir en busca de un coche al punto mas cercano : afortunadamente à las pocas puertas pasaba un coche vacio, le llamé y se lo llevé á mi tia ; se precipitó dentro antes de que hubiese echa- do completamente el estribo, y el hombre subió detrás de ella.
Mi tia me hizo un gesto con la mano para que me alejase, y subyugado por aquel gesto me alejé en efecto, cuando aun oi á mi tia que decia al co- chero...
- Donde querais... marchad siempre adelante.
Al oir estas palabras el cochero puso sus caba- llos al galope y el coche pasó por delante de mi en direccion á San Pablo.
Entonces recordé lo que Mr. Dick me habia contado, y lo que me habia parecido una alucina- cion de sus sentidos, se me apareció como una realidad.
Imposible era dudar que aquel individuo fuese la persona de quien tan misteriosamente me ha- blara Mr. Dick; pero qué influencia podia ejercer sobre mi tia?
Eso era lo que precisamente no podia adi- vinar.
Despues de haberme paseado una hora por la plaza, vi volver el coche, que se paró á mi lado y en el que estaba sola mi tia.
Aun se hallaba demasiado agitada con aquel en- cuentro para estar preparada á la visita que ibamos á hacer, y me suplicó que subiese á su lado des- pues de haber ordenado al cochero que diese un rodeo y que nos condujese lo mas lentamente posi- ble å los Doctors' Commons.
Durante el trayeeto atajó las preguntas que po- dia dirigirla, diciéndome :
- Mi querido David, no me pregunteis jamás quién es ese hombre, y evitad cualquiera alusion á lo que acaba de suceder.
Cuando bajamos del coche se habia repuesto completamente de su emocion, y me entregó su bolsillo para pagar al cochero.
Por el pronto me apercibi que todas las guineas habian desaparecido; solo quedaban los chelines y la plata menuda.
El edificio de los Daetors' Commons tiene por en- trada una puertecilla muy baja : antes de atrave- sarla nos vimos desorientados por el ruido de la Cité, que parecia recular desde lejos; atravesamos algunos patios bastante tristes y algunas callejue- las muy estrechas para llegar al bufete de los se- ñores Spenlow y Jorkins. En el vestibulo de aquel templo, situado al descubierto y accesible á los peregrinos sin la ceremonia de llamar á la puerta, tres ó euatro pasantes emborronaban papel en ca- lidad de escribientes.
Uno de aquellos escribas, hombre pequeño y şeco, sentado en un pupitre separado de los demas, y cuya peluca castaña tenia un color que tiraba á azafran, se levantó para recibir á mi tia é introdu- eirnos en el despacho de Mr. Spenlow.
- Mr. Spenlow está en el tribunal eclesiástico, dijo el hombrecillo delgado : hoy es dia de vista; pero como no está lejos voy á enviarle á buscar en seguida.
Mientras iban en busca de Mr. Spenlow, podia- mos, con completa libertad, mirar á nuestro alre- dedor, y yo aproveché la ocasion.
Los muebles del despacho eran antiguos y se hallaban medio carcomidos; la sarga verde me eubria la mesa de escribir haibia nerdido su primi- tivo color y habia pasado al pálido tinte de tma hoja seca; sobre la mesa habia veinte lep papeles que llevaban estos rótulos : alegatos y libe- los, con no poca sorpresa mia. El rótulo indicaba ya una causa del tribunal consistorial ya una del tribunal civil, ó del de prerogativas, o del almiran- tazgo, ó de delegaciones.
¡Cuántos paseos y cuánto tiempo necesitaré para