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DAVID COPPERFIELD.

me concedió Dios un padre durante los veinte pri- meros años de mi vida!...

- Mi querido Steerforth, ¿qué os ocurre?

- Siento, os lo repito, exclamó, no haber sido mejor conducido, y daria no sé qué por conducir- me mejor yo mismo.

Habia en su aire y acento un sincero dolor que me causó asombro. Jamás hubiera podido imagi- narme que Steerforth se pareciese tan poco á si mismo.

- Preferiria, continuó, levantándose y apoyán- dose contra la chimenea, ser ese pobre pescador llamado Daniel Peggoly, ó su rústico sobrino, á no ser yo mismo, veinte veces mas rico, mas inte- ligente, pero no entregado á los padecimientos que hace dos horas sufro en este diablo de buque.

Tan turbado estaba ante lo que oia, que solo tuve al principio la fuerza de observar en silencio, con la frente apoyada en la chimenea, contem- plando el fuego con ojo sombrio. En fin, supliquéle que me dijese lo que le habia pasado tan repenti- namente y que me diese participacion de sus dis- gustos; pero se echó á reir, con una risa amarga al principio, y luego recobrando poco á poco su alegria ordinaria :

- ¡ Ah! bah! no es nada, David, nada : ya os he dicho en Lóndres que aun para mi mismo soy un' triste compañero muchas veces. Acabo de pro- curarme una horrorosa pesadilla. En estos mo- mentos tristes recucrda mi memoria los cuentos de mi nodriza como si fueran realidades. Creo en verdad, que me he identificado con aquel pelgar cuya maldad fué castigada siendo comido por los leones. Me han rodeado por todas partes lo que las comadres han dado en llamar horrores, y he tenido miedo de mi mismo.

- Verdad es, le dije, que sois el único hombre que puede meteros miedo.

- Quizás, me respondió, y sin embargo... Mi- rad, David, amigo mio, os lo repito de nuevo : hubiera sido un bien para mi,-y tambien para otros, - que un padre prudente y enérgico hubie- ra dirigido mi juventud.

La lisonomia de Steerforth cra siempre muy expresiva; pero jamás la he visto tan seriamente expresiva como cuando le oi pronunciar las siguien- tes palabras con los ojos inyectados de sangre y mirando al fuego :

- Vaya, exclamó con un gesto de impaciencia, basta por hoy; seamos un hombre:

I am a man again,


como dice Macbeth. Vamos a cenar... si es que no he perdido el apetito en medio de mis visiones.

- ¿Pero cuáles son? le pregunté.

- Sábelo Dios, dijo Steerforth. Despues de ha- ber ido á esperaros á la barca he regresado aquí; me he hallado solo y me he cchado á soñar y asi me habeis sorprendido.

En cste momento llegó mistress Gummidge con una cesta al brazo, y nos explicó la ausencia de todos los habitantes de la casa. Por su parte se habia apresurado á ir á comprar algo para la casa antes que llegase Mr. Daniel con la marea. Pre- viendo que Cham y Emilia, que muchas veces lle- gaban antes de la noche, podrian venir en aquel intervalo, habia dejado la puerta abierta. Steer- forth, despues de haber excitado en lo posible, el buen humor de mistres Gummidge, merced i un cumplimiento y á un apretado abrazo, me cogió del brazo y nos retiramos.

Habia recobrado toda su alegria, y de ello fué testigo nuestra conversacion durante todo el ca- mino.

- ¿Quiere decirse, me preguntó, que mañana abandonamos esta vida nómada?

- ¿No está convenido asi? respondi. Tenemos ya los asientos tomados en la diligencia.

- En ese caso es cosa resuelta, añadió Steer- forth, tanto peor. Aqui me habia olvidado de que no todo en esta vida se reduce á ir á pescar aren- ques. Aunque bien mirado no sé qué mal hay en ello.

- Ninguno, mientras que esta ocupacion os proporcione el encanto de la novedad, le dije rién- dome.

- Teneis razon, notó Steerforth, por mas de que me asombre de parte de vuestra inocencia se- mejante reflexion; es un tanto sarcástica. Pues bien, lo confieso, David, soy un poco caprichoso; sin embargo, no he perdido mi tiempo; apuesto á que paso un buen exámen como piloto... en estos parajes, al menos.

- Mr. Daniel dice que le causais asombro.

- Y que soy un fenómeno náutico, ch?

- Lo declara de buena fé, y yo soy de su opi- nion; pues lo único que me asombra á mí, que sé de lo que sois capaz, Steerforth, es que os conten- teis con semejantes triunfos.

- ¿ Que me contente? ¿Y quién os ha dicho que