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DAVID COPPERFIELD.

mouth; pero nos dirigimos juntos al barco de Mr. Daniel Peggoly cuando dieron las ocho.

- Agreste posicion para una morada, no es esto, Steerforth? le dije en la playa.

- Aparece bastante lúgubre en medio de la os- curidad, y la mar ruge como si quisiera devorarnos. ¿ Es aquel barco donde veo una luz?

- Sí.

- Entonces es la misma que he distinguido esta mañana, añadió; me dirigi en derechura á ella por instinto, supongo.

Nos acercábamos poco á poco, y así que lle- gamos á la puerta apoyé mi mano en el pica- porte, diciendo en voz baja á Steerforth que me siguiese.

Habiamos oido un murmullo de voces antes de entrar : en aquel instante notamos que aplaudian: este ruido, con no poca sorpresa de mi parte, pro- venia de la desconsolada mistress Gummidge, por mas que no era ella sola la que se hallaba animada de un modo extraordinario. Mr. Daniel Peggoty, radiante de gozo y riendo con toda su alma, exten- dia sus robustos brazos invitando á Emilia á que se precipitase en ellos. Cham, con una especie de admiracion exaltada y de timidez vergonzosa, que sentaba á su fisonomia á las mil maravillas, tenia cogida de la mano á Emilia, en ademan de presen- tärsela á Mr. Daniel. Por fin, Emilia, ruborizándose con una corledad encantadora, fué la primera que nos vió, lo cual la impidió refugiarse en los bra- zos de su tio, como tenia intencion de hacerlo. Hé ahi la actitud de los personajes del cuadro que te- niamos ante nuestros ojos cuando pasamos de la oscuridad de una fria noche de invierno á la clari- dad del interior.

Pero nuestra inesperada aparicion, hizo suceder el asombro á diferentes expresiones en el rostro de los personajes de aquel cuadro.

Por mi parte, me habia dirigido inmediatamente á donde estaba Daniel Peggoty y le tendi la mano. Cham exclamó :

- ¡Mr. David! ¡es Mr. David!

Abrazámonos cordialmente, hablando todos à la vez y preguntándonos como estábamos. El mas en- tusiasmado era Mr. Daniel parecia orgulloso de aquella visita y no hacia mas que ir de Steerforth á mi y de mi á Steerforth. - Me honrais muchisimo, dijo, así que se calmó un poco la confusion de aquel reconocimiento, me honrais muchisimo, y vuestra presencia completa la alegria de esta noche, que es la mas feliz de mi vida. Emilia, hija mia, acercaos; acercaos, querida chiquilla. Hé aquí el amigo de Mr. David, de quien tanto nos ha hablado, y que llega precisamente para aumentar la felicidad de vuestro tio...

Y hablando asi, rodeó con ambas manos el ros- tro de su sobrina, besóla en la frente diez ó doce veces; luego la estrechó contra su corazon y la dejó marchar. Emilia corrió á encerrarse en marote donde yo habia dormido la primera vez que fui à Yarmouth.

- Seguidla, tia Gummidge, dijo Mr. Daniel des - pues de haber mirado triunfalmente á su alrede- dor, y volviéndose á Steerforth, añadió:

-¿ Habeis visto á nuestra querida Emilia? hace tiempo que es el ángel de la casa. No soy su padre, nunca he tenido hijos, pero creo que no la querria mas si fuese mi propia hija, comprendeis?

- Perfectamente, respondió Steerforth, con aquel aire de interés y solicitud que le hacia cap- tarse todos los corazones sin que tuviese necesidad de prodigar las palabras.

- Veo que me comprendeis y os lo agradezco, añadió Mr. Daniel; Mr. David os podrá decir lo que era Emilia euando niña : por vos mismo po- dreis ver lo que es hoy; pero ni vos ni él podeis juzgar hasta qué punto quiero á esa criatura celes- tial... Soy de un carácter áspero y rudo, una espe- cie de erizo del mar, y sin embargo ereo que sola- mente una madre podria amar á nuestra ehiquilla como yo. Tambien existe aquí otra persona, que conoció á Emilia desde el dia que se ahogó si pa- dre, que ha vivido á su lado cuando niña, cuando mocita y euando jóven : que no tiene el exterior bien liso, un pescador como yo, un segundo erizo de agua salada, lo cual no le impide ser un hombre honrado y tener el corazon en su puesto.

Al oir hacer este retrato, Cham se reia y nos mi- raba, creyendo que le reconociamos en él como él se reconocia á si mismo.

- Vais á ver lo que ha hecho este jóven erizo marino, continuó Mr. Daniel Peggoly. Se ha ena- morado de nuestra Emilia, la ha seguido por todas partes, y cuando noté que aqui sucedia algo origi- nal, me ha declarado la verdad del hecho. Asi, no me disgustaria ver á nuestra querida Emilia casa- da, sobre todo con un hombre que sepa protegerla: no sé si viviré aun mucho tiempo ó si moriré en breve, pero lo que si sé es que, si alguna noche me veo sorprendido por las borrascas en la bahia