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DAVID COPPERFIELD.

taba ante el roconocimiento de aquella especie de privilegio.

Decidió acompañarme à Yarmouth. Al principio pensamos en levar á Littimer, pero luego se con- vino en que marchariamos sin él, y el fiel servidor, siempre contento con su objeto, cualquiera que fuese, arregló nuestras maletas sólidamente en la baca del coche que nos llevaba á Lóndres, y reci- bió sin decir nada mi gratificacion, escurrida mo- destamente en su mano.

Nos despedimos de las dos señoras. La última mirada que noté fué la de Littimer, cuya impasibi- lidad interpreté, como expresando silenciosamen- le su conviccion á causa de mi corta edad.

En Lóndres tomamos la silla-correo. No trataré de describir mis impresiones al ver los parajes que- ridos de mi infancia. Llegamos tarde å Yarmouth y bajamos á la posada, donde pasamos la noche. Al dia siguiente, Steerforth se habia levantado an- tes que yo, y ya habia hecho una correria por la playa. Pretendió que habia reconocido con seguri- dad, segun mi descripcion, la casa-barco.

- He estado tentado, me dijo, de presentarme y hacerme pasar por vos. Cuándo me llevareis? Estoy á vuestra disposicion.

- Se me figura, le dije, que haremos bien en esperar á la noche, en que toda la familia se reuni- rå alrededor de la lumbre.

- Como querais, dijo Steerforth.

- No quiero que estén prevenidos, exclamé en- tusiasmado; es preciso sorprenderles.

- Oh! eso ya se supone! no hay nada tan agradable como una sorpresa. Veamos la su condicion natural.

- Sean lo que quieran esta clase de personas, de que hablásteis en vuestra casa...

- Ah! exclamó, recordais mis disputas con Rosa? ¡Oh! qué mujer tan cargante! easi me asusta; me produce el efecto de un aparecido. De- jémosla en donde está. Ahora qué vais á hacer? ir á ver á vuestra antigua criada.

- Si, respondi, quiero ver á Peggoty la pri- mera.

- ¿Y bien? dijo Steerforth consultando su reló, almorcemos primero y luego supongamos que os doy dos horas, para cambiar con ella las ligrimas del sentimiento.

- ¿Será bastante?

Respondi riendo, que en efeclo, dos horas de llorar me bastarian.

- Pero, añadi, Steerforth, es preciso que vengais á ayudarme. Ya vereis que vuestra fama os ha pre- cedido, y que sercis un personaje casi tan grande como yo.

- Iré á donde y como querais, dijo Steerforth; haré todo cuanto os sea agradable. Donde quereis que vaya? Hablad, y dentro de dos horas me pre- sentaré, para aparecer como querais, sentimental ó cómico.

Le indiqué minuciosamente la calle y la casa de Mr. Barkis, carretero-tartanero de Blunderstone y otros puntos; luego, asi que hubimos alniorzado, fni á ver á Peggoty.

Era un hermoso dia de invierno; el sol no pro- yeclaba con fuerza sus rayos, pero brillaba mucho : el aire era vivo y puro y me sentia tan ágil y dis- puesto, tan feliz de verme en Yarmouth, que hu- biera con gusto delenido á los transeuntes con un apreton de manos.

No hay para qué decir que las calles del pueblo me parecieron estrechas, efecto que naturalmente pro- duce en nosolros las calles del pueblo donde hemos nacido. Pero las encontré poco mas o menos como en otro tiempo; no me habia olvidado de nada v nada habia canmbiado; asi noté un nuevo rótulo que adornaba la tienda de Mr. Omer; á este nombre se habia asociado el de Joram y lei :

OMER Y JORAM, PAÑEROS, SASTRES, PASAMANEROS,

SE ENCARGAN DE TODO LO CONCERNIENTEÁ ENTIERROS,

ETC. ETC.

Un instinto irresistible me hizo atravesar el arro- yo y eehar una ojeada desde el umbral de la puerla; vi en el fondo del almacen una mujer jóven, boni- ta y fresca, que hacia saltar sobre sus rodillas un chiquitin, mientras que oiro mayorcito se colgaba de su delantal. No me fué dificil reconocer inmedia- tamente á Minela.

La pucrla vidriera del taller estaba cerrada, pero eso no me impidió oir el antiguo toc, toe, como si no hubiese cesado desde cuando yo lo oi desgracia- damente.

- ¿Mr. Omer está en casa? pregunté al entrar.

- ¡Oh! si señor, respondió Mineta, con su asma no se atreve á salir con este tiempo tan malo. Joé, llama al abuelito.

El chicuelo, que estaba agarrado á su delantal, empezó á gritar : «Abuelito!» con una voz tan sonora, que él mismo se avergonzó y ocultó su