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DAVID COPPERFIELD.

dencias de su madre, ó de la conversacion de miss Rosa, si me habia acostado creyéndome casi un hombre, me levantaba como un colegial barbilam- piño ante aquel servidor fiel.

Steerforth me enseñaba á tirar las armas.

Me procuraba caballos : Sleerforth, que conocia todo, me enseñaba á montar; nos procuró tambien floretes y Steerforth me enseñaba á tirar las armas; guantes para bo.xar, y, gracias al mismo profesor hice progresos en el pugilato.

No me humillaba que mi amigo hallase en mi un novicio en todo esto, pero no me gustaba dejar ver mi insuficiencia ante el respetable eriado. No te- nia motivo alguno para creer que Littimer se encon- trase iniciado; jamas me dejó sospecharlo por el menor movimiento de sus respetables pestañas; sin embargo, siempre que estaba alli, durante nuestros ejerciecios, me sentia cl mas novicio y des- graciado de los mortales.

Entro en todos estos detalles relativamente á aquel hombre, á causa de la impresion particular que sobre mi produjo, y quizás á causa de lo que sucedió mas tarde.

Trascurrió la semana del modo mas delicioso : á pesar de la velocidad con que trascurria el tiem- po, tuve ocasion de conocer mejor á Sleerforth y admirarle cala vez mas; al.cabo de ocho dias me pareció haber pasado mucho mas tiempo en su compañia.

En todo, hasta en su modo de tratarme como un juguete, habia algo que me agradaba, recordán- dome aquella proteccion del colegio que parecia continuar asi naturalmente.

Acepté aquella desigualdad como la continua- cion de la proteccion que me habia acordado en el colegio delante de todos sus condiscipulos. Me creia el mas querido de sus amigos y mi corazon se exal-