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DAVID COPPERFIELD.

— ¡Steerforth! exclamé.

Experimenté todo el embarazo de mi edad, pues á nadie parecia asustar, ni aun á la jóven por las observaciones que le dirigí á propósito del cuarto que me habia dado; el camarero empezó familiarizándose conmigo, se me ofreció por mentor de mi inexperiencia, haciendo de por sí la lista de mi comida, y arreglándome una botella de Jerez con las sobras de los demás.

Víle dedicarse á aquella composicion química, como un verdadero boticario, detrás de la puerta del comedor, y á haberme atrevido, no hubiera tragado aquella pócima que, por insípida que me pareció, me excitó á que asistiese á los envenenamientos menos peligrosos de la escena trágica. Escogí el teatro de Covent-Garden donde representaban Julio César, finalizando con una pantomima. Gocé muchísimo, viendo pasar por delante de mis ojos á aquellos nobles romanos que solo conocia por los temas y versiones del colegio. La pantomima acabó de asombrarme con sus decoraciones mágicas, su música y su baile, curiosa mezcla de poesía y realidad. Salí encantado del espectáculo. Eran las doce de la noche y llovia bastante : al hallar la calle prosáicamente bulliciosa y sucia, se me figuró que caia de las nubes, en las cuales acababa de pasar una existencia romántica lo menos de un siglo.

Estaba sumamente aturdido con semejante caida y fué necesario que me codeasen y rempujasen varias veces para dar un adios á mis ilusiones y buscar el camino de mi fonda. Una vez allí, traté de secarme delante de la lumbre de la sala general, dispuesto á reanudar el hilo de mi sueño, á despecho del camarero que me traia mi bugía para advertirme lo gustoso que quedaria si me marchaba á la cama, cosa que le permitiria á él meterse