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DAVID COPPERFIELD.

— Sí, William, le respondí con amabilidad; ahora voy á Lóndres, y despues á Suffolk.

— ¿A cazar con escopeta?

¡Cazar con escopeta en semejante estacion! Hubiera podido suponer con la misma probabilidad que iba á la pesca de la ballena. No por eso me mostré menos agradecido por aquel cumplimiento, y, haciendo como que vacilaba, le respondí al punto :

— No sé todavia si cazaré.

— A lo que parece la volatería anda muy escamada.

— Eso he oido tambien yo.

— ¿Sois del condado de Suffolk?

— Sí, respondí con importancia : lo habeis acertado, amigo.

— ¿Dicen que se fabrican por allí puddings excelentes?

No sabia tal cosa; pero creí de mi deber el sostener las instituciones de mi condado, y conocerlas cuando menos. Así es, que meneé la cabeza en señal de asentimiento.

— ¿Pues y los bueyes de Suffolk? preguntó el mayoral; cuando un buey de Suffolk sale bueno no tiene precio. ¿Os ocupais de la cria de ganado?

— No, precisamente no, respondí.

— Detrás de nosotros viene una persona que se dedica en grande escala á la cria de ganado, añadió William.

La persona nombrada era un señor que vizcaba, con una barbilla puntiaguda, con un sombrero blanco alto y el ala estrecha y un pantalon que se abotonaba desde el tobillo hasta la cadera. Cuando volví la cabeza, le ví que miraba con su ojo bueno á los ramales del tiro de caballos.

— ¿No es verdad? le preguntó William.

— Sepamos de qué se trata, exclamó el señor vizco.

— Que cebais bueyes de Suffolk por centenares.

— Cierto que sí, respondió el otro, que olia de tal modo á estiercol, que no necesitaba jurarlo.

— Semejante hombre, me dijo William parando los caballos, pues estábamos delante de un relevo; semejante hombre no ha nacido para viajar detrás del pescante, ¿eh?

Interpreté aquella observacion como una pulla que me echaba para que cediese mi asiento al vizco, y se lo propuse así, ruborizándome hasta la punta de los pelos.

— Si no teneis ningun inconveniente, señorito, me dijo William, eso me parece que seria lo mas conveniente.

He considerado siempre este incidente como mi primer jaque en la vida. Al tomar mi asiento en el despacho de diligencias habia pagado media corona de mas al encargado para que me lo reservase. Habíame provisto de un abrigo fuerte y de un buen tapa-bocas de cachemir, para honrar dignamente aquel asiento privilegiado : me instalé en él, orgulloso de mí mismo y convencido que la diligencia podia enorgullecerse de mí. Pues bien, al primer relevo me veia suplantado por un hombre vizco, vestido vulgarmente, que hablaba mal y cuyo único mérito era oler á cuadra horrorosamente.

Mas de una vez me ha perjudicado la desconfianza de mí mismo, y ciertamente el detalle de la diligencia de Cantorbery no era lo mas á propósito para curarme de aquella enfermedad crónica.

Por mas que apelé á mi nuevo aire de suficiencia y hablé con voz ahuecada durante el resto del camino, no pude disimularme que era un novicio, un inocente, un astro apagado en mi aurora.

A pesar de todo, mi posicion en el imperial de la diligencia era sumamente curiosa. Jóven bien educado, bien vestido, con el bolsillo repleto, hallaba de trecho en trecho los postes del primer viaje que habia emprendido por aquella misma carretera, y, á pesar mio, experimenté aun algunas de las emociones del pobre niño fugitivo. Al distinguir algun buhonero ambulante, se me figuraba sentir una mano sucia agarrándome por la manga de la camisa.

Cuando pasamos al trote por Chatham, asomé la cabeza á la calle en que el judío me habia comprado mi chaqueta, y busqué el paraje donde me habia sentado al sol, esperando mi dinero. En fin, ya no faltaba sino un relevo para llegar á Lóndres, y pasamos por delante del colegio, donde tal vez imperaba aun aquel tirano llamado Mr. Creakle... ¡Ah! hubiera dado cuanto llevaba encima por poder bajar de la diligencia, desquitarme con usura de los bastonazos que le adeudaba y abrir la jaula á todos los jóvenes prisioneros.

Paramos en la vetusta posada de la Cruz de Oro, en Charing-Cross, barrio que entonces no era de lo mejorcito de Lóndres : un mozo me enseñó la sala general, luego una muchacha me introdujo en un cuartito que olia muy mal y se parecia á un nicho.