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DAVID COPPERFIELD.

— ¿Y qué hacia allí? le pregunté.

— Esperad que me acuerde... ¡Por vida mia! pues no lo recuerdo; no hacia mas que dar vueltas al rededor de nosotros, y una vez se inclinó al oido de miss Betsey y le dijo algunas palabras que no pude comprender. De repente se desmayó miss Trotwood y desapareció el hombre. ¿Dónde ha podido ocultarse desde entonces? No lo sé; debajo de la tierra ó en el infierno; ¿verdad que es extraordinario?

— ¿Quiere decir que desde entonces ha permanecido escondido?

— Ciertamente, replicó Mr. Dick con aire grave; no ha vuelto á aparecer hasta ayer noche. Exactamente, lo mismo que la otra vez, nos paseábamos; de repente se presentó detrás de vuestra tia, y en seguida le reconocí : era mi hombre.

— ¿Y mi tia volvió á asustarse?

— Horriblemente, dijo Mr. Dick estremeciéndose á su vez; tuvo que apoyarse en la empalizada del jardin, continuó mi interlocutor, y arrojó un grito... Ahora voy á haceros una confidencia aparte : miss Betsey echó mano al bolsillo y dió el dinero que llevaba á aquel hombre. ¿Comprendeis todo esto?

— Quizás seria un pobre.

— No tal; pues así que desapareció... bajo la tierra sin duda, miss Betsey ha vuelto á casa temblando como una azogada, y esta mañana, al marcharme, la he dejado en medio de una agitacion que no es natural en ella.

Desde las primeras palabras de aquella historia no me quedó la menor duda que la aparicion del desconocido era pura y llanamente una alucinacion de Mr. Dick, parecida á lo de Cárlos I; pero á fuerza de reflexionarlo con calma, sospeché que él mismo, sin saberlo, podia haber escapado perfectamente á algun complot contra su libertad, y que mi tia habia pagado el derecho de guardarle á su lado. Esta suposicion basaba en lo que sabia respecto á la afeccion que le tenia miss Betsey. Como yo mismo le queria mucho, alegréme infinito cuando le ví el miércoles siguiente; estaba mas alegre que unas castañuelas, y no tenia nada que decir del hombre que habia causado tanto miedo á mi tia.

Aquellos miércoles eran verdaderos dias de asueto, aun para el mismo Mr. Dick, gracias al cual me divertia mucho mas. No tardó en ser conocido de todos los discípulos de Mr. Strong, y por mas que el único juego en que tomaba una parte activa era en el de la cometa, se interesaba no poco en todos los demas.

¡Cuántas veces, subido en un monton de arena, como un juez de campo, olvidaba la cabeza del rey mártir y sus inquietudes para seguir las peripecias de un partido de barra y saludar con entusiasmo á los vencedores! ¡Qué dulce emocion le causaba un partido de pelota! ¡Y cómo desafiaba el frio en invierno para contemplarnos, espectador entusiasmado, patinar por el hielo!

Mr. Dick era el favorito de todo el colegio, y los alumnos le admiraban por su habilidad para una porcion de cosas. Era un artista consumado partiendo una naranja en mil caprichosas formas. ¡Qué constructor de barquichuelos! ¡Qué talento para trasformar una carta en carro romano y las devanaderas en ruedas! Sus jaulas, ya de alambre ó de madera, eran admirables. No tenia rival, en fin, para confeccionar las cestitas y otra porcion de chucherias.

Pero la reputacion de Mr. Dick traspasó los muros del colegio; se hizo amigo de Inés y tambien de Uriah.

Al cabo de algunos miércoles, el doctor Strong me preguntó con respecto á él, y lo que le conté de su vida le interesó tanto, que quiso conocerle. Se lo presenté, y el doctor lo presentó á su vez á su mujer, siempre linda y encantadora, — aunque seguia mas pálida y triste que en otro tiempo.

Si llegaba al colegio antes que se hubiesen terminado las clases, Mr. Dick me esperaba en casa del doctor Strong, ú otras veces se instalaba sin ruido, con permiso de los profesores, entre nosotros, manifestando con su silencio una gran veneracion á la ciencia.

Aquella veneracion se extendia hasta la persona del doctor Strong, que Mr. Dick miraba como el mayor sabio de los siglos pasados y presentes.

Trascurrió mucho tiempo antes de que se decidiese á hablarle con la cabeza cubierta, y cuando tuvo el honor de tratarle íntimamente, se le quitaba el sombrero de vez en cuando para probar su admiracion. Verdad es que el doctor le leia fragmentos del famoso diccionario... como se los hubiera leido á sí propio : el doctor sonriendo á su auditorio, y este, orgulloso á la par que modesto, sério y encantado ante el oráculo.

En cuanto á mí, puedo decir que, á medida que pasaban los años, sentia crecer mi afecto por Mr.