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DAVID COPPERFIELD.

Heep en la ventana. Uriah, que habia ido desde que llegamos nosotros á meter el coche y el caballo en una cuadra cercana, trabajaba en su pupitre, sobrepuesto de un cuadro de bronce á propósito para colgar papeles, y en el que á la sazon se hallaba suspendido el documento que copiaba : creí al principio que aquel cuadro formaba una especie de pantalla que le impedia verme; pero mirando con mayor atencion, ví, no sin cierta turbacion, que de vez en cuando sus pupilas ardientes resbalaban en el papel con mirar taimado y parecidas á dos rayos de sol oblicuos y se fijaban en los mios durante un minuto entero, sin que la pluma dejase de correr, al menos en apariencia, sobre el papel. Traté de evitarlos, bien levantándome para examinar el mapa-mundi, ya leyendo el diario del condado de Kent, que cogí sobre una mesa; pero sus pupilas tenian una fuerza de atraccion tal, que miraba sin saber cómo y me ponia en direccion á su rayo visual. Cada vez estaba seguro de verlos fijos en mí.

Sin explicarme aquella fascinacion me alegré no poco cuando ví á mi tia y Mr. Wickfield despues de una ausencia que me pareció larga.

Su escursion no habia sido enteramente satisfactoria : el colegio habia convenido, pero no así las casas en que Mr. Wickfield queria alojarme, esperando á que hubiese un puesto vacante para mí en el establecimiento.

— Es una desgracia, en verdad, dijo mi tia, no sé qué hacer.

— En efecto que es una desgracia, pero no hay que desesperarse, pues hallaré medio de arreglar las cosas.

— ¿Cuál? preguntó mi tia.

— Dejadme vuestro sobrino; parece un chico tranquilo; no me incomodará nada; mi casa es sumamente á propósito para aquel que quiere estudiar, tan tranquila como un monasterio, y tiene infinidad de cuartos. Dejadle aquí.

Evidentemente era un ofrecimiento que agradaba á mi tia, por mas que fuese muy delicada para aceptarle sin mas ni mas.

Yo pensé como ella.

— Vamos, miss Trotwood, dijo Mr. Wickfield, este es el único medio de solventar la dificultad que nos detiene; solo se trata de un arreglo temporal. Tratemos de ensayar. Si hubiese inconvenientes, bien para vuestro sobrino ó para mí, que no hubiésemos previsto, ya buscaremos otro : no hay nada como tener tiempo delante de sí; dejadme vuestro sobrino, os digo.

— Os lo agradezco en nombre de los dos, dijo mi tia, pero...

— Vaya, ya sé lo que es, exclamó Mr. Wickfield. No creais que me debereis un reconocimiento tan grande; si quereis, podeis pagar su pension... no seré difícil en las condiciones, pero pagareis si quereis.

— Con esa condicion, dijo mi tia, aunque no por eso se aminore la obligacion real, tendré un verdadero placer en dejároslo.

— ¡Bien! Venid á ver á mi ama de casa.

Subimos una antigua escalera con balaustrada muy ancha, que nos condujo á una especie de salon que recibia una luz misteriosa de tres ó cuatro de las ojivas que habia notado desde la calle al llegar.

Los muebles de aquella pieza eran de encina, y formaban juego con las vigas del techo, con los cuarterones y con las contraventanas. Entre las cosas antiguas habia un piano moderno, uno ó dos taburetes de tapicería verde y encarnada, una jardinera con flores, y hasta en las esquinas habia algo, ya una mesita, ya un escaparate, ya una rinconera, bien una silla de forma original, que no se cansaba uno de admirar sino para admirar otro mueble no menos curioso : todo allí correspondia á ese pensamiento de limpieza y soledad que habia dado vida á la arquitectura exterior de la casa.

Mr. Wickfield llamó á una puerta en una de las paredes de la sala, y á esta señal acudió una jóven de mi edad, que le besó en el rostro : reconocí en seguida la plácida y suave fisonomía de la dama del retrato del piso bajo. Hubiera podido creer que el retrato se habia convertido en una mujer hecha y que el original habia permanecido jóven, sonriente y feliz; aquella jóven tenia en todas sus facciones, en todo su ser, una expresion de bondad, calma y pureza que no he olvidado... y que jamás olvidaré.

Era la amita de Mr. Wickfield, su hija Inés. Cuando nos la presentó con este doble título, cuando ví como le ceñia la mano entre las suyas, adiviné cuál era el único motivo que tenia en la vida.

Inés llevaba colgado de su cintura un cestito en miniatura; en él habia un llavero, y parecia la mas razonable ama de llaves que hubiera podido tener la casa gótica. Escuchó con una atencion en-