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DAVID COPPERFIELD.

acarrear un singular combate entre mi tia, armada de un palo, y un burrero que no queria comprender que debia volver grupas ante una sencilla insinuacion.

El baño me confortó enteramente. Empezaba á sentir grandes dolores en todos los miembros, un cansancio general y una soñolencia contra la que no podia luchar. Cuando salí del baño, mi tia y Juana me hicieron poner una camisa y un pantalon que pertenecian á Mr. Dick, y luego me envolvieron en dos ó tres chales. Empaquetado así, me llevaron de nuevo al sofá : mi tia se habia figurado que debia morir de hambre, y quiso que comiera en pequeñas dósis, dándome cucharadas de caldo; pero una nueva irrupcion ridícula la hizo volar por la cuarta vez á la defensa del territorio que violaba el enemigo...

— Juana, ¡los burros!

A este grito, me abandonaron en mi cama provisional, donde me dormí de veras.

¿Soñaba cuando creí distinguir á mi tia que venia á mi lado, arreglaba cómodamente un almohadon debajo de mi cabeza, separando con mano delicada mi cabellera que caia sobre mis ojos y mirándome con tierna solicitud? Cuando me desperté, resonaban aun en mis oidos las palabras de ¡pobre niño, pobre hijo mio! Quizás las habia oido en sueños, pues mi tia se hallaba sentada tranquilamente al lado de la ventana, pensando en no sé qué y mirando hácia el mar.

Al poco tiempo de despertarme fuimos á comer : en la mesa habia un pollo asado y un pudding; en cuanto á mí, siempre empaquetado en la silla, apenas podia mover los brazos; pero no me atrevia á quejarme, pues mi tia era la que me habia arreglado de aquel modo. Lo que mas me preocupaba era saber qué haria de mí. Grande era mi inquietud. Mi tia no dijo nada que pudiese calmarla, comió silenciosamente, contentándose con exclamar de tiempo en tiempo : ¡Misericordia! ¡misericordia! hasta que fijó en mí la vista. Aquella exclamacion no podia revelarme gran cosa sobre mi suerte futura.

Así que levantaron el mantel, Juana trajo una botella de Jerez; mi tia me sirvió una copa y mandó á buscar á Mr. Dick, que no habia comido con nosotros. Quiso que le contase toda mi historia, y á ello me ayudó, dirigiéndome infinitas preguntas y suplicando al mismo tiempo á Mr. Dick que prestase atencion. El tal señor dió dos ó tres cabezadas, y se conoce que tenia ganas de dormir; pero como mi tia no le perdia de vista, no se atrevió ni á dormir ni á sonreir cuando ella arrugaba el entrecejo.

Así que acabé mi relato, empezaron los comentarios de mi tia y de Mr. Dick.

— No comprendo qué le obligaba á esa desgraciada criatura á casarse en segundas nupcias, dijo mi tia hablando de mi madre; vamos, no lo concibo.

— Quién sabe, replicó Mr. Dick, si estaba enamorada de su segundo marido.

— ¡Enamorada! exclamó mi tia; ¿qué quereis decir con eso? ¿Tenia necesidad de enamorarse de nadie?

— Tal vez, tartamudeó Mr. Dick despues de un momento de reflexion, quizás creyó hallar un protector.

— ¡Un protector, en verdad! replicó mi tia. ¡Buena cosa buscaba la pobrecilla! ¿Qué confianza podia tener en un hombre que lo que queria era engañarla de cualquier modo? No, no era eso, y me alegraria saber el verdadero objeto. Ya habia estado casada antes; debia saber lo que es el matrimonio y debia haberla bastado. Tenia un hijo... Pero á bien que la misma madre era una criatura cuando dió á luz este niño que estais viendo ahí. Os suplico que me digais ¿qué es lo que queria?

Mr. Dick meneó la cabeza, mirándome con el aire de un hombre que no sabia cómo resolver el problema.

Afortunadamente, mi tia propuso otro problema sin esperar la solucion del primero.

— ¿Deseaba tener una hija? ¡Entonces lo comprendo! Pero ¿por qué no haber empezado por ahí? Yo se lo habia pedido positivamente : Quiero una ahijada. Pero la hermana de este muchacho, Betsey Trotwood, no quiso venir. ¿Dónde estaba? haced el favor de decírmelo.

Mr. Dick pareció asustarse de veras ante semejante cuestion; pero mi tia prosiguió :

— Era un viernes: si hubiérais visto el comadron, un hombrecillo, que creo se llamaba Jellip, con la cabeza inclinada como una grulla, cuando vino á participarme que era un muchacho : ¡un muchacho! ¡Para qué sirven todos, imbéciles!

Aquella franca denominacion de todo nuestro sexo no tranquilizó en lo mas mínimo á Mr. Dick, y por mi parte, confieso que temblé por la suerte que me esperaba.