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DAVID COPPERFIELD.

pregunta, que no supe qué responder. El viejo volvió á preguntarme :

— ¿Qué quereis? ¡por los cuernos de Moisés! ¿qué quereis? ¿qué quereis?

— Queria saber, exclamé recobrando el uso de la palabra, si me comprariais una chaqueta.

— Veamos la chaqueta, exclamó. ¡Por los cuernos de Moisés, veámosla!

Y soltándome, sus manos, verdaderas garras de ave de rapiña, buscaron unos anteojos con que adornar sus ojos encarnados.

— ¿Cuánto es esta chaqueta? preguntó despues de haberla examinado. ¿Cuánto? gr, gr, gr, gr.

— Media corona[1], dije recobrando mi aplomo.

— ¡Por los cuernos de Moisés! exclamó el viejo, no, no, diez y ocho peniques; gr, gr, gr.

Cada vez que repetia su juramento favorito, lo hacia tambien de aquel gruñido gutural, cuyo odioso sonido no me es fácil siquiera imitar empleando dos consonantes del alfabeto de la lengua humana.

Deseaba acabar cuanto antes.

— Bien está, le dije, me contentaré con diez y ocho peniques.

— ¡Oh! exclamó entonces aquel repugnante viejo, desolado de que le hubiese cogido la palabra y quedándose sin embargo con mi chaqueta, ¡oh! ¡por los cuernos de Moisés! salid de mi tienda... gr, gr, gr, gr; no me pidais dinero, hagamos un cambio.

Vencí mi miedo, y le dije cortesmente que lo que yo necesitaba era dinero, y que no tenia inconveniente en esperarle afuera. Salí, en efecto, me senté apoyado en la pared y esperé... algunas horas, aunque en vano.

Supe bien pronto con quién tenia que habérmelas : el viejo era un borracho, avaro, conocido en la vecindad, donde gozaba la reputacion de haberse vendido al diablo. De cuando en cuando los chiquillos venian á rondar en los alrededores de la tienda, y exasperaban á aquel miserable, gritando:

— Bien sabes que no eres pobre, Charley. Saca el oro; danos algunas de las guineas que ocultas en tu cama, y por las que te has vendido á Satan. ¿Quieres una navaja para descoser el jergon? Ven á buscarla, ven, Charley, si no estás borracho.

Semejantes provocaciones exasperaban al viejo judío, y salia y daba una batida á los chicos, que huian para volver á los pocos minutos. Mas de una vez me tomó por uno de los sitiadores y me amenazó como si quisiese tragarme; pero reconociéndome en el crítico momento, me dejó allí, se metió en su tienda y adiviné que se tumbó en el jergon, oyendo claramente sus gruñidos.

Para colmo de desgracias, los muchachos, al verme allí tan paciente, acabaron por creer que era de la casa, me apedrearon y me llenaron de injurias.

No sabia qué partido tomar, cuando el ropavejero, vencido por mi perseverancia, trató de librarse de mí proponiéndome toda clase de cambios, etc., etc.

— ¿Quereis una caña de pescar? ¿un violin? ¿un sombrero? ¿ó una flauta?

Resistí á todos aquellos ofrecimientos, y le supliqué, con lágrimas en los ojos, que me devolviese mi chaqueta ó me diese mi dinero.

Al fin se decidió á pagarme, pero en moneda de vellon, penique á penique y metiendo un cuarto de hora entre chelin y chelin.

Faltaban aun seis peniques para completar el total, y entonces me propuso que me contentara con dos.

— No puede ser; me moriria de hambre.

— ¿Quereis tres?

— No, no, necesito mi dinero.

— Que sean cuatro, gr, gr, gr.

Tan cansado estaba, que consentí, y sacando de entre sus uñas los cuatro peniques, salí mas hambriento y con mas sed que nunca. Merced á tres peniques me restauré tan completamente, que me puse en camino y anduve siete millas cuando llegó la noche.

Pasé aquella noche, como la primera, encima de un haz de paja, habiéndome lavado antes los piés en un arroyo y cubierto con hojas verdes las ampollas que los hinchaban.

A la mañana siguiente, cuando proseguí mi viaje, encantóme no poco el caminar entre sembrados de cebada é hileras de árboles frutales. Las manzanas empezaban á tomar color, y en algunos puntos los aldeanos estaban ya ocupados en la siega. Aquello fué para mí un espectáculo encantador, y sonreí á la idea de dormir aquella noche entre las doradas espigas; era preciso toda la mágia de mi imaginacion infantil para prometerme una noche de reposo apacible en medio del campo y sin chaqueta.

Los encuentros que tuve aquel dia no fueron

  1. Tres francos diez céntimos.