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pequeña comunidad de campesinos. Fue invitado a cenar con una familia que le dio albergue.

Águila Nocturna había cambiado mucho físicamente. Fueron años intensos los que habían vivido en La Tierra de la Serpiente Emplumada. Años de trabajo físico, de sufrimiento, de intensa vida profana, rodeado de personas comunes e inmersas en actos comunes.

El semblante fresco y tierno de aquel joven que un día salió del Valle de Etla, estaba ahora convertido en el rostro de un hombre maduro. Con la piel quemada y las manos callosas. Sus cabellos tenían ahora un color rojizo, debido a los años que vivió como pescador al lado del mar. Su cuerpo había embarnecidos, sin perder la elasticidad y el vigor. Pero lo más cambiado era su rostro y en especial, su profunda mirada.

La templanza y la sobriedad eran rasgos que dominaban su semblante, ahora tranquilo y sereno. Su mirada transmitía paz y confianza. Un rostro impasible, que parecía haberlo visto todo en la vida; pero sobre todo, una mirada firme y reposada, llena de humildad y sabiduría.

La presencia de Águila Nocturna emanaba respeto y admiración. Los campesinos sin preguntar sabían, que aquél caminante era un hombre muy especial, por lo que inmediatamente, como es una costumbre milenaria de los hombres del campo, le brindaron su humilde hospitalidad.

Águila Nocturna se sentó en una piedra alrededor del fuego, en donde tres mujeres echaban las tortillas al comal de barro rojo, que estaba asentado sobre tres piedras grandes. En torno al comal estaban tres hombres y dos jóvenes, más allá, distantes y respetuosos, cinco niños de diferentes edades, que atentos escuchaban la plática de los adultos y esperaban pacientes su turno, para recibir su tortilla; todos bebían atole en unos recipientes de barro. En un molcajete estaba una olorosa salsa. Para los campesinos el momento de la cena es muy especial. Es el espacio más familiar, en donde la oscuridad del entorno

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