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Águila Nocturna decidió emprender el camino por la costa en dirección Poniente. Ese cuasi recuerdo de volar hacía el Noroeste por la costa, lo llevo a no pensarlo y como por instinto, se dejó llevar por un lejano sentimiento.

Caminó por horas por aquel acantilado. Abajo, las incansables olas se estrellaban una y otra vez en las formidables piedras. La espuma blanca se alzaba de un lugar a otro, encima de las crestas de las olas, para finalmente estrellarse y saltar en millones de gotas, humedeciendo la brisa. Los cangrejos cargando sus gigantescas tenazas, caminaban rápidamente a intervalos, como midiendo el momento para aferrarse a la roca, cuando llegaba la embestida del agua.

Cuando el Señor de los Dardos de Fuego empezaba a acercarse al inmenso mar, allá en el fondo del horizonte; la tarde se incendió en naranjas y rojos. Algunas nubes en la parte más alta del cielo se tiñeron de colores. Las pequeñas olas que se movían en la lejanía, reflejaban la luz del sol, parecía que tenían vida propia. El mar se preparaba para recibir al Águila Incandescente y se vestía de dorado para honrar su llegada. Pelícanos en formación, pasaban volando a ras del agua. Pequeños peces saltaban por todas partes. La tibieza de la tarde se acentuó.

Águila Nocturna caminaba sin ningún pensamiento en la mente. Caminaba sintiendo todo cuanto le rodeaba. Caminaba por instinto por la costa, hacía el lugar donde se metía el Sol. No había probado alimento, ni bebido agua en todo el día. El sol estaba a punto de meterse bajo el mar. Por breves minutos la luz del sol se tornó roja y se reflejaba vibrante en todo lo que iluminaba.

Llegó al final del acantilado y empezó a bajar por una ladera arenosa hasta la playa. Sus pies desnudos tocaron la arena húmeda y refresco su cuerpo en el mar. El sol inmenso, empezó a naufragar en el horizonte. El cielo se llenó de colores y por breves momentos, todos los objetos tomaron la luz tenue de sol como propia y empezaron a

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