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FIALHO D”ALMEITDA

. vantan do la vista, dió con una cara gordinflona y chata de enfermero, bigotes cayendo en las comisuras de los labios horrendos, y ese aire de enfado aún peor que la rabia, que pronostica la indifereacia y el embrutecimiento de corazones donde todas las cuerdas están partidas... Cayó, entonces en un estu- por profundo, y así quedó como los otros, jadeando, la piel seca, boca abierta y lengua pastosa, con gritos aflictivos, que a trechos marcaban las visiones del delirio, que iba evecando...

Nunca supo decir los días y las noches, que así estuvo abotargado en modorra siniestra, cón roseto- nes plúmbeos en el rostro, carnes flácidas y siempre aquella opresión que le ahogaba con tenacidad cruel, si abandonando las almohadas altas, procuraba ex- tenderse un momento sobre algún lado... A veces alguien se le acercaba a sus pies, le hacían sentarse bruscamente en la cama, con preguntas rápidas: si estaba mejor, que volviese la cabeza, que estuviese tranquilo, que levantase el brazo, para cortarte las ampollas que había abierto el cinturón de cáusticos, poniendo rojo y dolorido en el thorax todo un cir- cuito de carne viva... Lo que le atormentaba eran las percusiones que sobre llagas abiertas le hacían desde la mañana a la tarde, en la hora de la visita clínica. Si rogaba que fuese más despacio, el enfer- mero imponíale silencio y aquellos ojos de bilioso, viirificados como en una porcelana china, daban un escalofrío al pobre muchacho. Noches atroces en que le crecía la fiebre y, perdido el tino, se ponía a disparatar. Todas las escenas de los tres años de

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