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ojos extraviados, que se sentían solos entre tanta gente y más sufrían de contemplar los males circun- vecinos. El enfermero era uno de ojos biliosos y bar- ba dura, cuya ruda voz destilaba monosílabos ron- cos... Su vientre se combaba en obesidades bofas y ia cara lívida, picada de viruela, tenía una expresión cobarde, envilecida por ese largo oficio de humilla- ciones... Los ayudantes, gallegos viejos, no eran más suaves de modos, y día y noche altercando sobre cualquier cosa, golpeaban los zapatones en el suelo, mostrando por los descosidos de ¡a camisa muscu- laturas de toro vajo epidermis de gallina cocida... Era casi de noche y se estancaba, a flor de las co- sas, una penumbra sombría en que se multiplicaban ias larvas de la fiebre, en la atroz fiebre de la podredumbre... Habían descubierto la camilla entre- tanto: el enfermero vino a mirar pachorrudamente y con un dedo había mostrado a los criados la cama del rincón, ya dispuesta a recibir huésped... Cada uno de ellos entonces fué a un lado de la camilla; el más bajo agarró las angarillas de delante y el más seco las de atrás... El enfermero dijo: ¡aupa...! y en derechura a la cama, la camilla atravesó la enferme- ría... El enfermo que acababa de entrar era un mu- chachito raquítico y triste, cabeza oblonga toda rapada, un modo provinciano de hablar y esa dulzu- ra de mirar en la cual se reflejan todas las resigna- ciones... Debía contar trece años y habia venido a los diez de Santa Comba, recomendado a Pinto por un tendero de la comarca. La vida en la tienda, du- rante los tres años, había sido una áspera pelea, des-

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