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FIAL,H,O OD ALMEIDA

una desnudez de brazos pulida, cincelada en la blancura de las carnes histéricas y abriendo alabas- tros luminosos entre la dragona con cuentas del corpiño y el rugoso cañón de los guantes de punto; iba yo con los remos aferrados al puño, aventurando el barco més allá del muelle, a aquella hora ador- mecido. Mi vestimenta no era la de un barquero ni era tampoco la de un bañista... La camiseta roja sin mangas dejábame los brazos libres y desnudos; te- nía el sombrero de naja, con las alas vueltas, caído a un lado y d-scubierto un poco de la espalda recia, donde paños musculares contraídos rayaban a ve- ces su estriada dentadura, de luchador glorioso.

El hombre es vanidoso de su fuerza, si de los ojos de la mujer que adora, surge una especie de irradia- ción voluptuosa, como vistiéndole la desnudez. Lía, que era ardiente por la sangre de su raza, tenía por la forma masculina el culto altivo de las zagalas bí- blicas, que en los antiguos tiempos atravesaban soli- tas desiertos y tribus hostiles, para venir a desposar- se con el soñado esposo de su corazón, pastor cumo ellas, hercúleo y tímido, de ojos úblicuos y dulces donde en un fulgor amoroso se rimaba todo el poe- ma del país de las palmeras, de las higueras y de los lagos... Había sido su aguja:la que había bordado en la franela que me cubría el pecho y el vientre, esos relieves exóticos de flores vivas, en un laberinto de guirnaldas, que se enroscaban en torno de nidos, simbolizando (decía ella) la tenacidad de su amor y la aspiración infinita de su alma, que era ser ma- dre... Y esa ella quien, en la ferocidad de su ternu-

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