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LA CIUDAD DEL VICIO

Pedro se acercó más a ella. Los novillos se habían abrazado al final y rodaban por los henos, mugien- do en el exuberante placer de una fuerza desperdicia- da... Entonces Rosario, que le encaró de frente, le vió bien la rigidez de las formas negras, el tronco ar- queante, que piñas de músculos disformes enflora- ban, la redondez desnuda de los deltoides cince- lándole magníficamente los hombros de titán, bi- ceps formidables contraídos baje la tortura de un deseo reprimido, y en la ruda faz de fundibulario (1) celta, una rigidez que solo de largo en largo, la roja centella, de las pupilas conseguía desmentir... Ella no pudo más, y en la media desnudez en que había venido, se le echó contra el pecho, besando dulcemente ese bronce palpitante, mismamente so- bre el corazón... Las manos de Pedro la agarraron por las espaldas y la ciñeron por los riñones, vaci- lantes en un delirio que le hacía tambalearse como un toro herido entre los cuernos y no sabiendo si ceñirla hasta hacerle estallar los huesos, si arrojarla a lo lejos, donde no la viese más en aquel abando- no negligente...

Aquello duró un instante; en el final del cual los brazos del Hércules habían caído nuevamente, el iris de la pupila había quedado tranquilo y toda aquella torre había cesado de temblar...

—Adiós—le dijo él un poco triste.—Y en voz

(1) Empleo esta palabra—la misma que emplea Fialho—en vez de la más vulgar y corriente de kondero para dar más ener- gla al párralo. La Academia la incluye en su diccionario.—

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