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das desde mi última estancia en la tierra, de las espe- ranzas de cosechay del precio del vino... ¿Que los diez- mos del año han de aumentar, por lo que se vé? Hay una cosa que él no entiende muy bien, el pobre tra- bajador, a quien el Estado todo lo chupa y nada da...

—¡Una comparación! me dice con enérgico re- mangueo,

Que compre una criatura su puerquecito, gastar en la compra del salvado y estiércol con que lo engorda a veces una cantidad respetable, y cuando va a hacer chorizos y embutidos del animal, venga la bribona de la justicia a decir: ¡tG, el de las cabras, me correspon- de a mí y venga para acá tanto por hacer matanza pa- ra la hartura de la casal... ¡Págase por tener burro, por ser casado, por crear hijos, por pisar la tierra de Dios, págase por todo, señoresl... Con un dedo des- cuidado apúntole, riéndome, el varapalo que olvidó a la puerta. El molinero se encoge de hombros y responde:

-—Pero ¿en quién»...

Encojo también los míos, sin poder mostrarle unas costillas criminales, en un país donde todas, más O menos, lo son...

¿Si quiero comer?... No me niego, y viene a abrirme su puerta hospitalaria haciéndome pene- trar en su morada, llena de sacos de harina, molien- da blanca y trigo en montones sobre las grandes esteras de palma de Algarve. La mujer extiende el mantel en la mesilla, lisonjeada por mi franqueza y orgullosa de recibirme en su casa ¡la santa criatu- ral... Una rubia pequeñita, de ojos espantados y bo-

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