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LA CIUDADDEL VICIO

yo a pie fumando mi pipa y pensando en mis barbe- «chos por las veredas que pasan entre las hojas de sem- bradura, o como rojas serpientes galgan por las espi- mas dorsales de las cordilleras...

Los cantos de los pardales recuérdanme sin saber por qué, un canto de ave extranjera, preciosa ave cu- yo perfil etrusco recuerda una pintura exhumada de los sarcófagos de Corneto y Castellacio, y cuya larin- ge es un tesoro; —Mademoiseille Borghi, esa morena de ojos inteligentes y boca sarcástica, a quien Lisboa ya debió las mayores emociones y los más vivos en- tusiasmos..,

Y a fuerza de pensar mucho en la cantora, bajo estos árboles que en voz baja cuchichean y gentil- mente me saludan, como coquetas, creo que la voz de ella me llega ahogada en el rumor de las hojas que el viento besa, traída sobre los monstruos fantásticos de aubes elegantísimas, que llegan en caravanas como dromedarios dolientes, con su bagaje de lluvia tal vez; o aún comunicada por los hilos del telégrafo, en Cuyo extremo Edisson tuviese la bondad de enlazar- mos a su sencillísimo y prodigioso descubrimiento...

En una aldea, allá abajo, en el fondo del áspero Alemtejo, donde paso la mayor parte del tiempo, la raza es bella de línea, vigorosa y sobria, de una pu- reza y sencillez de costumbres que me encantan, y gobernándose como las tribus de los “primeros días, sin conocer Ente Supremo, fuera de un viejo labrador patriarca que reparte con los más pobres, en los ma- los años, sus graneros... Admirable es la ignorancia serena de estas buenas almas por el resto del mundo,

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