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FIALH,HO D'*ALMETDA

brindis que, en vez de lisonjear su divina persona, la estaban ultrajando más y más...

Con una risa lívida marmorizándole la boca con- trahecha, esbozaba gestos que bruscamente se que- braban en un asco, respondía palabras incoherentes; y por las fauces de la canalla veía desaparecer los últimos barriles de vino. Llegó la noche; en las som- nolencias del campo los grillos acribillaban el silen- cio de chirridos y como lámparas encendidas para una boda, ya las estrellas colgaban en la tienda pal- pitante de los cielos... Blondas traslúcidas de encaje de neblina subían del lago, condensábanse, subían más, ligeramente, apagando en las sierras la es- cotadura de los desfiladeros y confundiendo bas- tiones de roca con las torres ásperas de las iglesias; pues a esa hora aún, tumbados por debajo de los árboles, los del pie descalzo be- bían o rodaban en los brazos de sus damas... Y como el Rey quisiese regresar a su palacio, muchos se oponían, le rodeaban, y le decían: «Un poquito más, amigo rey, por quien es»... y le apretaban el cerco en derredor como una cuadrilla de rateros. La retirada casi fué una evasión, pues todos querían embarcar en la trirreme; muchos, tambaleándose en zigs-zags, golpeaban en el hombro de Menelao, di- ciéndole: «Hasta siempre, camarada... Arráncate con un Cigarro»...

Y el rey sentíase empachado 'por la borona comi- da, sentíase asfixiar pausadamente, crecíale el estóma- go dolorido, y sudores de angustia helábanse empa- pándole los cabellos en las sienes... Tarde llegaba su

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