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LA CIUDADDELVICIO

descalzos en el suelo. El festín comenzó en la hier- ba, debajo de los pinares, aquí y allá, desordenada- mente, con aglomeraciones de gruesas hembras, la- vanderas, dueñas de taberna, señoritas de arrabal, encantadas de arengar en presencia. del Rey, en el caló oficial de sus maestros...

A título de ejemplo, Menelao se había impuesto el deber de comer solo de aquel noble pan sudado en las lides del trabajo, heroicamente, tan sabroso y re- constituyente, según rezaba la petición que los po- pulares habían hecho. Y por simple placer de agra- dar, iba manducaado a grandes becados ese pan ne- gro, salobre y macizo como argamasa que sabía a tierra y a bazofia. Á veces, la droga traíale a la boca un respingo de acedía, lágrimas involuntarias brota- ban de sus ojos violados, mientras el pueblo mur- muraba: ¡Está conmovido, granujal... Queriendo rea- niinar al monarca, los del pie descalzo tomaban liber- tades de ocasión, dábanle abrazos en pleno vientre, proponíanle jugar al escondite, o en lo mejor de los callos, le iban soltando con los zapatones herrados pisadas aplastantes, mascullando brindis con voces de vino, en un chapotear de insolentes cordialida- des... Al mismo tiempo (y más esto le apenaba) oía él los versos que compusiera en noches ins- piradas, repetidos por bocas vinosas, corrompi- dos en el caló popular, intercalados de risas y de facecias y le entraba un disgusto del fúnebre rei- nar'sobre tal casta de hombres... ¡Fulgencio tenía razón, tarde reconocía esto el pobre Menelaol... Pe- ro era forzoso aparecer alegre, aun respondiendo a

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