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LA CIUDAD DEL VICIO

silbando al ganado que bebe, de perros errantes con la lengua fuera; y la rasa campiña en derredor, sega- da, pelada, sin guarida, sin cobijo, sin árboles, aneste- siando la vista, carbonizada de sol, y poniendo un océano de separación entre ese insidioso carácter de mujer bella y la neurosis centelleante de las capita- les, por ella tan ardientemente soñada... Por más que hiciese y por escrupulosa que fuese, esa mujer debie- ra fatalmente llegar a detestar a su marido, teniéndo- le siempre delante de sí, en la deshabillée de rentero que tiene gases y teme a la apoplegía...

Después, su modo de ser amable, de abrazarla po- niendo por medio un gran vientre timpánico, de pasar- le por la cara tan blanca y sensible laruda manoque metía enlos patacos de la feria y en la lana de las crías; y una falta de intuición, de modales de buena cana, de gusto, que daban ganas hasta de serle hostil. Ella acaso sufrió todas estas cosas pacientemente (volvía yo a cavilar), con la esperanza de ir a Lisboa, donde la habían educado comoauna princesa, interesándose por las obras de la inteligencia, recibiendo todos los vient de paraitre (1) de la literatura y de la música, vestida con trajes de París, en medio de aquel desier- to, cultivando plantas de estufa, interpretando a Cho- pin y adorando a una galguita que tenía, por la nece- sidad de un alma poética que a su lado sufriese tam- biénlas inhóspitas tristezas delabandono... Una de las cosas (vine a saberlo después) que la hicieron reci- bir a altas horas de la noche por primer amante al


(1) Conservo en francés como Fialho lo puso, el «acaba de aparecer» de las etiquetas de las librerías.—/V. del 7.

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