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FIALHO D”ALMEIDA

El me abrazó convulsivamente con angustia.

— ¡Y ahí está para qué un hombre es honrado se- senta años!... Mire, palabra de honor... Quería me- jor que el señor nada supiese. Es mi verguenza. No: lo quise creer...

—Es desgracia, verguenza no, dije yo gravemen- te... ¡Qué culpa puede tener el señor de esal...

El viejo me apuntó la camisa de luto; y duramen- te me dijo en respuesta:

—Que murió hace tres años... ¡Ay, lo que yo he sufrido, lo que he pasado, de cuatro años para acál... ¡Caramba, no m* hago cisco la cabeza por considera- ción al niñol... ¿Quién cuidaría de él en este mundo, desinteresadamente? Dicen que el dinero lo da todo; mentira,tal vez el dinerome robase lo mejor... ¡Y que no haya leyes para castigar a las adúlteras, que dejan los maridos y los hijos y se escapan por esos mun- dos de Dios con miserables aventureros!... ¡Ay, nin- guna fué más amada que la míal... Todos los capri- chitos, todas las niñerías, todos los antojos; hasta venía dulce de Lisboa en tarros, los sábados por la tarde... Pues me engañaba, para vengarse del amor que yo le tenía... Vestidos todos los días le llegaban, un horror de dinero solo en música; y cuando fué a la exposición de París, y viajes por España, y meses enteros en Lisboa, y veraneos en las mejores pla- yas... Y yo siempre con una buena voluntad, unos cuidados: nena, esto... nena, aquello... y perdiendo. noches en el teatro, yendo con ella a las regatas y arriesgándome en el mar, pudiendo virar el barco... Me gustaba mucho; entonces, ¿qué, nunca se vió a

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