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N LA CIUDAD DEL VICIO

Yo le miraba sorprendido y las lágrimas le caían por las barbas, heríalas la luz un momento, y ve- nían algunas rodando por la pechera, gruesas y lím= pidas. Como recostaba la cabeza en la mano, ví'en el nacimiento de su dedo anular una alianza fina, muy apretada, brillando a momentos bajo la rósea carnación del dedo... ¡Y aquello me recordó a 3u es- posa, muerta, viva, qué sé yo!...

—Mi amigo—le dije yo impúdicamente—su caso: es triste, lo adivino. Pero ¡tenga ánimos),



Ví que se ponía en pie súbitamente, jadeante, molido del esfuerzo, casi sin poderme hablar. Pero alguien venía por la escalera, hablando despacito; y una voz dijo muchas veces: —¡Padrel ¡Padre!... —Ahí tiene a Luisito. ¿No le decía, so bobo? Vino a abrazarme por la espalda, olvidado de lo demás, casi risueño, furioso por abrir la puerta en- jugando lágrimas aprisa. Agarré el candelabro para encender y él, tal como estaba, en chinelas, en mangas de camisa, púsose a bajar la escalera empi- nada, débilmente alumbrada desde arriba por mí. El pequeño subía trabajosamente, cargado de bo- nito y de pasteles. —Mire, decía con vocecita mimosa, un caballo tan

hermoso... Y estos soldados. ¡Espere ahíl Y una caja


de música, ande, toque...

Sin responder, el viejo se detuvo con los brazos caí- dos, el pescuezo sin cuello, las innobles chinelas me- tidas en los pies enormes de campesino, las mangas arremangadascomo un tabernero. Mirabaa la puerta de la escalera, donde asomaba un bulto de mujer emboza-

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