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LA CIUDAD DEL VICI1O0O

en público, artistas por intuición, con predilecciones refinadas y nervios irritantes, gustando de la conver- sación, sabiendo reir, excitando y fingiendo no dar importancia a eso... En sus labios había un reflore- cer de romero bravo, húmedo y vivo, contrastando con la palidez mate de las facciones ovales, y un tic voluptuoso de las narices, que en la risa le bordaba scherzos de finura aristocrática...

Llegaron a presentarme al Conde que se convidó a comer conmigo en ese día, y me pidió que le cam- biase no sé cuántos billetes en oro... Por lo demás era adorable, con su puntita de obscenidad templa- da en cinismos elegantes... Hablamos de muchacha- das: amores fáciles, predilecciones de vicios, las re- giones de la hembra que más nos agradaban... El bebía magníficamente y a cada paso hacía revelacio- nes libertinas, de muchacho soltero... Derivamos de ahí a la heráldica; ¡cuán distinguido era tener blasón en el carruaje, uno O dos castillos en las sierras, huertas en Andalucía y descender de visigóticos mo- marcas!...

“Y a cierta altura le pregunté qué opiniones políti- cas tenía. Se encogió de hombros; gustaba de reyes y de reinas aún más. Nada como las cortes históricas para la fermentación del lujo artístico y del amor como placer de gente fina. Las monarquías no ser- vían solamente, según pensaba, para hacer los Esta- dos felices, sino para refinar el gusto, proporcionar a las artes asuntos nobles y depurar la belleza patricia de las mujeres.

Y volviéndose al criado:

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