LA CIUDADDELVICIO
Muy suavemente contestó:
—Viudo; ande de luto por la mujer ¿no lo ve?
Y respiró con angustia...
Su voz era blanda, sin los tonos ingratos, intima- tivos y duros, del ricacho afecto a mandar gañanes y cavadores, a hacer cuentas por las noches, a dar conversación en los trillos y en las eras, a pesar a todos los hombres en la balanza egoísta de los miles de duros. Entonces, encarándole de lleno, ví que era pálido, con ojeras papudas, entrecejo hirsuto, y la cabeza huyendo en dos hilos de calva sobre las sienes lustrosas... .
—Quedóle el pequeñito, —añadí yo.—Es lo que tiene casarse de cierta edad; se hace tarde para edu- car a los hijos después...
El meneó su gran cabeza con aire grave y la mirada distraída hacia fuera, sacudiendo la ceniza del cigarro.
—Ese es uno,de los peligros, —dijo.—Hay otros si la mujer es joven...
—¡Ah, síl, —repliqué yo.—Joven y liviana...—Y le miré riendo. Le ví ponerse en pie bajo los impul- sos de un resorte interior, carraspear con ruido y decir palabras inciertas:
— Afortunadamente no tengo razón de queja...
Llevaba las manos al vientre como buscando algo con gestos errantes.
—...Sí, no tengo razón...
Y doblaba la camisa de luto, iba hacia el peque- ño, volvía a la ventand. Pero como yo miraba para él, se puso pálido y afirmó con energía:
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