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EL MAYORAZGO

E* Casa Branca; cuando el tren se detuvo, des- perté al ruido de la portezuela que se abría y entró un hombre con una criatura de luto.

—¡Tenga el señor buenas noches! dijo él, levan- tándose el sombrero sin alas. Y desembarazándose de la capa española, con vueltas de terciopelo rojo, con alamares de cadena, púsose a empujar para de- jar debajo del banco la maleta de alfombra que traje- ra. Tal vez demasiado gordo; barriga importante don- de colgaba una cadena de oro, aire afectadamente se- reno, barba corrida. Después de sentarse respiró fuerte por el esfuerzo que había hecho para empujar la maleta, levantó el cuello del gabán al pequeñito diciéndole si tenía frío, si tenía sueño o si tenía hambre; no me acuerdo ya... La criatura estaba en un rincón y desde dentro del gabán pardo, sus grandes ojos tristes erraban curiosamente sobre mí, pensativos y húmedos...

El hombre pasóle la enorme mano por la carita fina, con una ternura bondadosa y vuelto hacia mí

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