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presentante directo de la familia aristocratizada, llegó a ministro, a favorito y a cien veces millona- rio.

En cierta época del año, salia de todos los puntos de Inglaterra una chusma de eruditos, hambrientos de camisa, en dirección al castillo de Clifton, en la esperanza de que la clemencia del propietario les permitiese, como gracia inestimable, unos segundos de contemplación ante la reliquia del Rey santo. Se- ñores y siervos se imponían la peregrinación a Clif- ton, una vez en la vida al menos, Y acerca del color y forma del venerable harapo y acerca de sus manchas, extrañas versiones llegaron a correr por el mundo... Folletos curiosos referían que era camisa de dormir; enormes ¿xfolios cuajados de investigaciones pacien- tes y sutiles llegaban a la audaz afirmación de queni era de dormir ni de vestir ni camisoía siquiera, sino sencilla y honestamente, un par de calzoncillos...

Fué da ver la lucha quese trabó entonces; las apues- tas que se originaron del caso; los duelos a puñeta- zOS, a puntapiés, a tiros, a bastonazos, que tuvieron lugar... En Oxford y Cambridge, por todos los gran- des colegios y clubs, la mocedad olvidó el cricket y soltó el remo, para dividirse en facciones; una que enarbolaba la camisa y otra que hacía fluctuar los calzoncillos en la punta de un chuzo...

En los claustros góticos de las universidades y en la embocadura de las callejuelas medioevales, entenebre- cidas a deshoras, cada vez que un bulto afrontaba a otro, luego bramaba en un inglés furibundo:

-—¿Quién vive? ¿camisa o calzoncillos?

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