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LA CIUDAD DEL VICIO

dispersándose en tribus por la calle, era como una lluvia de flores a trechos, vertida de alguna cornu- copia de diosa pródiga en un día de nupcias ce- lestes...

—¡Flores, a diez reís, flores, a diez reis!... Es lo que queda, buenos ramos...

¿Y para Gabriel nadie mirabal... Muchos ramille- tes estaban completamente” secos, habiendo perdido el aroma y les colores. Una vez u otra, casualmente, los ojos de una señora caritativa o de un viejo conde deteníanse un instante sobre la mercancía sucia del granujilla; pero pasaban al punto, +onriendo algunos de la miseria de la pobre criatura, expresando otros una simpatía triste y no dando ninguno la limosnita suspirada; ¡no era chic!...

Por fin Gabriel tiraba los ramilletes sobre quien pasaba y aún así nadie se condolía. Algunas niñas se disgustaron y unos cuantos señores le repelieron con dureza. Cuando de repente, un cochero, magní- fico como un elefante, con pelliza de pieles y pescuezo corto, gritó a lo bruto: ¡Eh, hombrel... Conducía un coche balanceado en sus ruedas suaves, fofo y aca- riciador como una alcoba, tirado por caballos blancos.

Y Gabriel, que había vuelto maquinalmente la cabeza, vió en lo alto de la escalera del teatro, en un cortejo de señoras aristócratas y de caballeros, a los tres niños de la tienda de máscaras, El más espi- gado'il»a de gallo. Gabriel reconoció la famosa ca- beza del escaparate, de cresta alta y futilante como un penacho de coracero, las barbas colgantes, el pico

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