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LA CIUDAD DELVICIO

ces cuando Desiderio Jacinto, volviendo a recoger las alforjas y la manta, silbó a los zagales e hizo subir el rebaño por la cuesta «le la montaña. En el cabezo alargábase un matorral redondo entre pedruscos y restos de un inoline abandonado. Y acostada en una actitud indiferente, con la cabeza en el suelo y el ho- cico cubierto de mucosidades, la pobre oveja vió par- tir a las compañeras y dejóse estar allí, de guardia, ante el cadáver del borrego pequeñito, de sus entra- ñas nacido. Prolongóse «a mañana, despertaron las arboledas y los pájaros, pasaron en un vuelo pesado bandadas de perdices a matar la sed allá abajo, en los raros arroyuelos de la ribera... Vino el sol, las abejas zumbando, bandadas de mariposas rojas, abe- jorros y sardónicas uvispas nerviosas; todo lo que comenzaba su día alegremente luchando, trabajando, cantando... Y el rebaño, allá lejos, hacíacon el sonido plañicero de los cencerros, una poesía rústica, senci- lla y penetrada de melancolías...

Cuando, de repente, dos cuervos posáronse en las pilastras del molino. Eran enormes ésos cuervos, con plumas azuladas lucientes como el betún, crespas y afiladas como cuchillos de buen acero. Y se incli- naban el uno sobre el otro, acercándose los picos, en un casi beso de alianza a saltitos en las piedras apo- yando las patas, balanceando los rabos, con los ojos «blicuos sobre la madre y sobre el hijo... Y exten- diendo los picos córneos, dentados menudamente en el borde, largos y negros, quedábanse en una espe- cie de consulta, sin graznar, sin moverse, como pla- neando una batalla. El mayor entonces se atrevió a

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