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LA CIUDADDELVICIO

de hambrientos. Muchas ovejas, enflaquecidasde par- to, seguían despacio parándose a dar de mamar a las crías nuevas o cortando gramíneas, en un abatimien- to triste... Y detrás de todo iba la pequeñada de me- dio día, de un día y de dos, pequeñuelos sin formaaún, tambaleándose aplastados sobrealtas piernas vestidas de pelusa fina y larga, y saltando al viento las orejas muy abiertas, sin curvatura y sin meneos...

Entonces, en la vanguardia, como la luz decaía más, los bodes levantaban el hocico dejando de comer, veían al lado el aire empañado y las últimas franjas de oro de las nub=s partidas en tiras sobre un cielo color de perla, palpitando en las últimas irra- diaciones del sol... Abajo, en las llanuras, era una confusión sombría de centelleos que se dislocaban y fundían, tornando lóbrega la espesura... Y se desvane- cían los ramajes, perdida la noción de las distancias; un diluvio de tinieblas venía de los valles, lento y sin rumor, sumergiendo las aldeas, las selvas y las mon- tañas, Viendo la noche cerrada, Desiderio Jacinto, púsose a juntar haces, cargas de paja olvidadas, he- nos que estaban hirsutos a orilla de una alberca u otra... Después cortó ramajes, en los arbustos que había, estuvo rascando en sus dedos nudosos su peda - zo de yesca, con el sombrero de borla hacia la nuca, la vuelta del cayado apoyándose en el sobaco, un pa- ñuelo amarillo enrollado en la cabeza y las alforjas al hombro.

Puso la yesca en el canto del pedernal y con la encañonadura hizo fuego... Los perros al advertirle, vinieron hacia él mansamente, con los ojos suaves,

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