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LA CIUDADDELVIiICIO

así ni los golfillos de la calle querían música; las cria- turas de los diversos pisos, las mejores parroquianas de los pobres valses y canciones que el viejo ejecu- taba en el violín, no podían ponerse a la ventana; si pedian limosna, respondian al punto: ¡Tenga pa- ciencia!...

A imás de eso tenían horror a que la policía les pescase en flagrante mendicidad... ¿Qué sería des- pués de la viejuca?,.. El asilo glacial, en que las cabezas están llénas de parásitos y los estómagos va- cios de alimentos, se les ofrecía encuadrado en la presión soberbia y fría de los fiscales y administra- dores; habrían de separarlos brutalmente, el viejo para el asilo con otros inválidos, como él sin nadie que les pudiese valer, el chiquillo para la Casa de corrección donde la lividez es patibularia... En esos atormentados dias era necesario comer a raciones... Una vez sólo habían sacado un pataco (1). ¡Y la vie- juca, cuitada, sin remedio!...

La hora de la comida retrasóse aquel día. Cuando ya era de noche, el viejo habló de ir a comer algu- na cosa... Quejóse de no tener ganas, y dió a Miguel el dinero para que fuese a comprar pan... La criatu- ra le miró con una especie de sorpresa ingenua; a la luz del gas de una tienda vió lágrimas en las pesta- ñas trémulas del padre, cuyo rostro demacrado tenía un color terroso de angustia... Y sin saber por qué se puso a sollozar en la esquina, lejos de él para que no fuése oido. ¡Ah, era bien negra aquella vida, era...

(1) El ataco, moneda muy usada en Portugal, es la moneda de cuarenta reís, hoy cuatro centavos.—N, del T.

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