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LA CIUDAD DEL VICIO

dionda y le vió caer desamparado, de un golpe, vo- mitando sangre negra que olía a podrido... Entonces dijo en voz alta hacía la mampara:

— ¡Carguen con ese canallal...

Los mozos le agarraron, uno por los pies y otro por la cabeza, y a duras penas le levantaron del sue- lo. Empapada la enorme ligadura, no pudiendo con- tener la sangre de las navajadasabiertasen el esfuerzo de luchar, por los intersticios dejábala correr en hi- lo muy espeso, oscuro, espumoso, en las tablas y por las ropas, mojándolo todo... Ese cuerpo seco, bajo cuya piel salían tendones entiesados como va- ras, daba saltos hacia todos lados, con los brazos, con las piernas, lanzando rugidos detoro agonizante. La enfermería estaba ahora toda llena de barullo y todos hablaban con un fondo de pavor, braceando, comentando el caso, hablando al mismo tiempo.

Los mozos acababan de arrojar sobre la cama al rebelde a quien la muerte retorcía en profundos res- pingos... Viéronse esas piernas dobladas como para un salto, erguir las rótulas juntas, contra la boca tor- cida de donde una sangre densa cuajaba lentamente. Y doblado por la cintura, todo aquel sér se movía, y rodaba, gritando, buscando apoyo en los hombros, en los codos, en las nalgas, alzando la cabeza, ca- yendo >tra vez, y levantándose para luchar de nue- vo, en el ansia del último arranque... Habían llama- do al interno de servicio, que vino al pie de la cama, y secamente, chupando el cigarro, dijo: —¡Listo!... y se marchó con las manos en los bolsillos. El hervor de la respiración, que a «"ndía apenas llegara la ago-

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