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Pero, con todo, se charló y se charló.

—¿Y cómo se llama su mamita?

Le salían gangosas —a ella— y campanudas las palabras, como al que no se ha sonado las narices. Claro que la historia era triste y propicia. Contar que no se la tiene, que también murió el padre. Merecerse un silencio lánguido, y como la tarde estaba entrada, un suspiro como de té.

—Déjeme que le bese la mano.

Inocencia. Estas cosas no se deben pedir.

Es gracioso ese beso de reverencia, fugaz porque él también se había emocionado. Sobre el dorso, un poquito más arriba que en los tiempos antiguos; pero con la misma inclinación de los tiempos antiguos.

Volteando los ojos, hasta el extremo de ver la cara que ponía: colorada, ardiendo de que le besen la mano.

Debe ser, con todo, una alegría.

Salió, sonando las espuelas.

Mi Teniente, aunque esté de amor, siempre lleva espuelas.

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