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su matrimonio era un abismo". Se "apoderaba" de mí aquella forma de alegría que nos hace livianos y nos invita a dar limosnas generosas a los pobres. Pensando en cosas buenas el camino se me hizo corto y cuando menos lo creí estuve en su casa. Me esperaba con los brazos abiertos. Figúrate la locura que sería. Nos abrazábamos y besábamos como desesperados. Me daban miedo sus ojos encendidos. Después entramos en un saloncito y nos quedamos allí hablando cerca de dos horas, muy delicadamente, acordándonos de todo lo que había pasado entre nosotros antes de ahora; y diciéndonos todo lo que nunca nos habíamos dicho. Pobre muchacha, ¡caramba! Es muy buena y tiene los brazos muy blancos. Francamente me daba pena su situación; debe pasar con el marido una vida de demonios. Si hubieras visto su alegría por estar unos momentos conmigo. Pero no acabo todavía; aquí viene lo trágico: estábamos como te cuento cuando oímos unos golpes a la puerta. Nos miramos las caras: éramos unos cadáveres.

—¡Él!

—¡Él!

Y me paré de un salto.

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