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La ilustracion iberica

un mundo entero, toda una creación con sus épocas inacabables.

Ni Leopardi, ni San Leopardi, ni mis arrobos místicos, ni los otros de pena, que venían a ser lo mismo, me habían llegado tan al alma como la queda de aquella niña, que volvía del Prado a Pombal, entre setos y bajo pinares y castaños, detrás de mí, a pocos pasos, enlazada por la cintura a su hermana Emilia, oyendo con deleite a mi madre, que les hablaba de su padre muerto, de las relaciones de nuestras familias. Yo iba algunos pasos delante dando el brazo a D.ª Eladia, que caminaba solemne, majestuosa, con toda la majestad compatible con los tropezones indispensables en tal mal camino, donde lo que no hacía una piedra lo intentaba la raíz de un árbol desenterrada y lo conseguía un hoyo de las huellas de las vacas, modeladas en el barro del invierno, que ahora parecía granito.

La tía corroboraba la triste o entusiástica crónica de mi madre con suspiros, movimientos de cabeza y breves comentarios. Cuando, poco después, refrescábamos en la solana de la fachada norte del Pombal, éramos todos unos, amigos íntimos, antiguos, que pensaban como en un remordimiento en los largos años transcurridos sin tratarse. Volvían los Arroyos y los Pombales a juntarse, como dos ramas de un árbol que, recién enlazadas, y que, vencidas un momento por la fuerza, se separan, mas que al quedar libres vuelven de golpe a la antigua postura, a su abrazo.

El olor de las callejas por donde habíamos vuelto del prado, que era a madreselva, lo habían metido consigo en casa las chicas, que llenaron de aquella fragancia sugestiva, de amor honrado, sin maléficos misterios, toda la sala, adornando los floreros y la misma mesa en que se nos servía el dulce de conserva verde en cajas redondas y de pino sutil, y el chocolate en loza fina, blanca y oro. Uno de los ramos de florecillas blanquecinas y hojas estrechas de verde oscuro, que yacía sobre el tapete, lo recogió Elena, y, ahuecándolo con poco, medio me lo entregó y medio me lo tiró al pecho, diciendo, con voz que procuró que fuera insignificante y le salió de una amabilidad seria, profunda, velada:

–Coja Vd. esto, si quiere.

Y miró a otro lado, a mi madre, y me vol-