paso, sigue su ruta, y, tan ligera va, que el aire no la siente pasar. Las montañas nada son para ella. Va sobre las cambroneras sin que sus pies desnudos se hieran; los leones de la selva la miran con cariñosos ojos, y se dicen: «He allí la pobre alma que va a Jerusalén, hoy, Domingo de Ramos»; las tempestades se ciernen sobre su cabeza, pero ella es invencible delante de las tempestades; el tórrido fuego de los desiertos no marchita una sola de las flores de su corona; las palmas que lleva en sus manos, con un gesto glorioso, están llenas de su primera frescura; la alondra lírica y cristalina dícele: «Hermana, apresura el paso para que llegues a tiempo». Y yo la sigo con ojos apasionados: «¡Sí, alma mía, acude, no tardes, vuela a Jerusalén!».
—«Yo soy tu infancia»—, me dice una voz entre tanto. Dícemelo una voz encantadora que regocija y deleita mis potencias.
Porque en lo íntimo de mi ser se despliega, como un inmenso e incomparable lienzo azul, en que surge decorada por virtud maravillosa, la estación de mi existencia en que los cielos eran propicios y la tierra amable y buena como una nodriza. A mis narices viene un olor de yerbas olvidadas, de flores que há tiempo no he vuelto a ver; a mis ojos florece