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Ruben Dario

—«Madame, le dije, madame...» Había comenzado a caer como una vaga bruma, llena de humedad y de frío, y el fulgor de las luces de la plaza aparecía como diluído y fantasmal. La dama me miró al llegar a un punto de la plaza; de pronto, me apareció como el escenario de un cinematógrafo. Había como apariencias de muchas gentes en un ambiente como el de los sueños, y yo no sabría decir la manera con que me sentí como en una existencia a un propio tiempo real y cerebral... Alcé los ojos y vi en el fondo opaco del cielo las mismas figuras que en la estampa del libro de Lycosthenes, el brazo enorme, la espada enorme, rodeados de cabezas. La dama, que me había mirado, tenía un aspecto tristemente fatídico, y, cual por la obra de un ensalmo, había cambiado de vestiduras, y estaba con una especie de fichu cuyas largas puntas le caían por delante; en su cabeza ya no había el peinado a «la Cléopatre», sino una pobre cofia bajo cuyos bordes se veían los cabellos emblanquecidos. Y luego, cuando iba a acercarme más, percibí a un lado como una carreta, y unas desdibujadas figuras de hombres con tricornios y espadas y otras con picas. A otro lado un hombre a caballo, y luego una especie de tablado...

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