—Creo—contesté con voz firme y serena—en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.
—En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreir. Mi narración espero que os hará pensar.
En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Mina, la hija del dueño de casa: el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones la palabrería usual de la hora primera del año nuevo: happy new year! happy new year! ¡Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
—¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis.