En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los teatros elegantes. Luego son las cenas en los cafés costosos, en donde las mujeres de mundo que se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de desplumar al pichón. El pichón mejor, cuando no es un azucarerito francés como el que aun se recuerda, es el que viene de lejanas tierras, y, aunque el rastacuerismo va en decadencia, no es raro encontrar un ejemplar que mantenga la tradición.
Cerca de la Magdalena y de la Plaza de la Concordia está el lugar famoso que tentara la pluma de un comediógrafo. Allí esas damas enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las más osadas túnicas, aparecen forradas academias o traficantes figurines, para gloria de la boîte y regocijo de viejos verdes, anglosajones rojos y universales efebos de todos colores, poseídos del más imperioso de los pecados capitales, bajo la urgente influencia del extra-dry. Allí, como en tales o cuales establecimientos de los bulevares, se consagra la noce verdaderamente parisiense, para el calavera de París, o d’ailleurs, que cuenta con las rentas de un capital, o con los productos de una lejana estancia,