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Ruben Dario

cada instante el gesto de salvación, la mirada de aliento, lo que apacigua a Behemot, y lo que detiene a Leviathan.

Su hermosa cabeza imperial y maternal se mueve entoldada por un zodiaco de virtudes. La ola enorme del mar que ella tiene a sus pies, no hace su obra brutal si ella la mira. Cada bruma le reza, cada espuma le canta. El vago y fugitivo iris tiene siempre, para que ella pase, listo su puente. Las gaviotas vuelan alrededor de la media luna que ella pisa.

«Madre María—dice la golondrina—, ya volví de la tierra de Africa.»

«Madre María—dice la anciana abuela—, ¿nada malo ha pasado al grumete?»

«Madre María—dice una mariposa blanca—, la niña rubia que aguarda al novio, te está tejiendo una guirnalda de rosas rojas.»

Y en el campo cercano, más allá de las «villas», donde los árboles se ven recortados como los encajes, está el hombre rural, que ama su fuerte buey y su caballo normando.

El ruega también a la Virgen Negra de Harfleur por la cosecha, por la felicidad de la campiña, por la flor y el fruto. Ella, la madre, escucha asimismo la plegaria del cultor.

Quizá tuviere alguna pequeñita predilección

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