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Ruben Dario

los pantalones arremangados sobre la rodilla, apoyado en un remo, un chileno robusto canta entre dientes una zamacueca. Empieza a oirse el apagado y suave rumor del agua que viene. Suena el aire a la sordina.

La primera barca que ha recibido la caricia de la ola, cabecea, se despierta, vuelve a agitarse, curada de la nostalgia del movimiento. De allá, de donde vienen los chinos pescadores, sale, al viento la vela radiada, un junco ligero. Cual si se viniese desenrollando una enorme tela gris, avanza la marea, trayendo a la playa su ruido de espumas y sus convulsivas agitaciones.

El vagido del mar aumenta, y se oye semejante al paso de un río en la floresta. Es un vagido continuado, en un tono opaco, tan solamente cambiado por el desgarramiento sedoso y cristalino de la ola que se deshace.

¡Canta en voz baja, pon tu órgano a la sordina, oh, buen viento de la tarde! Canta para el marino que partirá para un largo viaje, cuando alegre el agua azul la armoniosa visión de un blanco vuelo de goletas. Canta para el pescador que tenderá la red; canta para el remero negro, risueño y de grandes gestos elásticos; canta para el chino que va a pescar, todavía con la divina

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