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Ruben Dario

Marcos de Venecia, o las cercanías del palacio Pitti, en Florencia. Aquí, pues, son los gorriones, pequeños e interesantes vagabundos, opuestos a la vida normal de las abejas, por ejemplo, y que esperan por estudioso biógrafo un Maeterlinck alegre.

No lejos del Arco del Carrousel, en que la guerra y la Ley están representadas, un grupo de gente de diversas condiciones y edades, forma valla, mira en silencio. Un hombre de aspecto tranquilo y serio, cerca del césped, sobre el que salta y vuela una inmensa bandada de gorriones, saca de su bolsillo un pan y lo desmenuza. Luego, comienza a llamar: ¡Juliette!... Y una fina gorrioncita se desprende de la bandada chilladora y saltante, y se va a colocar en la cabeza, en los hombros, en la mano del hombre. «Louise, Jean, Friederic, Mimi, Toto, Mussette».

Los pájaros libres del jardín, que entienden por sus nombres respectivos, van todos a la voz que les llama. Y es un revoloteo incesante alrededor del amigo que regala, y una fiesta a que, por otra parte, están completamente acostumbrados. Unos cazan la miga al vuelo, otros la toman en la mano, otros la recogen del suelo.

El hombre les habla, les acaricia, les regaña.

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