á dudas. ¡Ah! Si la tal difteria se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y la tuviera él en el banquillo de los acusados... no tendría frío con lo que la tiraría encima.
Y la terrible enfermedad debió ofenderse por los malos pensamientos de don Andrés, y un día, ¡cataplum! metióse por las puertas del principal y su primer anunció fué apretarle la garganta á Pilín.
¡Gran Dios! Aquello fué una catástrofe que lo revolvió todo instantáneamente; algo semejante á la explosión de una bomba, al incendio de un buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin saber qué hacer.
Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis una cadena en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre aus tero como la ley, inquebrantable como el castigo, indignado como la vengauza, pálido ahora, nervioso, pasando las noches inclinado sobre una cuna, estremeciéndose ante una respiración ronca, asfixiada, ocultándose en los rincones para quitarse los lentes y pasarse las manos por los ojos, gritando con acento desesperado:—¡Pilín... hijo mío, no te mueras!
Pero por malos que seáis, no hubierais