usted pronto ese balcón, no se constipe el niño.—Cuidado, muchacha, que puede caerse el señorito.
En aquella casa no se vivía más que para ser esclavo del dicho señorito. Antes una mota de polvo en la mesa del despacho ponía furioso a don Andrés, y ahora los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban con algún zapatito tamaño como cascara de nuez, y hacían muecas ante ciertas manchas sospechosas en los respetables folios.
Porque eso sí; el monigote, alentado por la servidumbre de sus mayores, era un terrible anarquista, un demoledor de lo existente, que reía como un bandido cuando lograba ofender con el más atroz de los insultos a la justicia humana. No lo entraban en el despacho y lo ponían en la mesa sin que hiciera de las suyas, y mientras el padre, embobado y con la pluma en alto, le hablaba cual si pudiera entenderle, él sonreía hipócritamente, y mientras tanto, ¡zas! lanzaba por bajo una ruidosa protesta que mutilizaba algún escrito de conclusio nes en que el papá amontonaba párrafos de estilo elevado, pidiendo garrote vil para cualquier enemigo de la sociedad. Y no había medio de enfadarse de veras. Ponía ^1 grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable que arrojaba indeleble mancha sobre