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V. BLASCO IBÁÑEZ

dándose la toga sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de reírme infundíame respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se veía padre cuando ya caminaba hacia la vejez y que para aplacar al energúmeno que llevaba en brazos pasaba la noche cantando cancioncillas con voz de falsete y recordando las óperas oídas cuando estudiante, mientras la señora roncaba cara á la pared.

Pero en cambio, de día, aquello era gozar. Ninguno de sus ascensos le había producido tan profunda impresión como las monadas de su hijo. Cuando Pilín contraía con una sonrisa su carita, marcando los adorables hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo con sus carcajadas de gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba uno de sus rugidos de alegría, que parecían el grito de guerra de un apache, el respetable fiscal saltaba y chillaba como un loco. Y luego, ¡qué gusto aquello de sentirse en la barba las trémulas manecitas que tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces estremecimientos se sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por entre los huesos tiernos y mal unidos!...

Aquello era una borrachera de cariño, una idolatría molesta paralas criadas, pues menudeaban las órdenes:—A ver, cierre