de Pilín, y que su mujer, que antes era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes, siempre llenos, y la abnegación bastante rara de criar á su hijo.
Salía poco de casa. Los autos y Pilín le absorbían, y por las mañanas tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño á la mamá y marcharse á la Audiencia. ¡Qué ministros los de Justicia! De seguro que no eran padres. Porque vamos á ver: ¿qué perdería la magistratura con que él llevase á Pilín á la Sala, sentándolo á su lado para que presenciara los triunfos del papá?
Las noches eran terribles para don Andrés. Los pisos de cartón y tabiques de papel que fabrica la moderna arquitectura, nos permitían á los vecinos oir sus paseos desesperados, las cancioncillas á media voz con que intentaba aplacar á aquel granuja que llevaba en brazos, sonriente de día, pero malhumorado de noche, y con el especial gusto de que nadie durmiera en la casa. jPobre don Andrés! Recordando murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba dando vueltas por el salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en pantuflos, y á pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y los brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cru-